Durante los próximos días vamos a contemplar de cerca el rostro de
Jesús. No sé si se parece al que muestran los iconos ortodoxos o al que
han pintado artistas como Velázquez, El Greco o Dalí. Lo que sí sé es
que su rostro es como un mapa en el que están registrados los gozos y sufrimientos de todos los hombres.
En vísperas de su muerte, el rostro de Jesús resume la entera trayectoria de su vida terrena:
sus largos años de “laboratorio nazareno” y sus pocos meses o años de
itinerancia misionera por tierras de Galilea y de Jerusalén.
(Cómo veían el rostro de Jesús sus discípulos cuando le preguntaban, uno
tras otro, incluido Judas, la pregunta del millón: ¿Soy yo acaso,
Señor? )Verían preocupación, rabia, frustración, derrota? ) O verían un
rostro luminoso, sobrecargado de amor en cada una de sus millones de
células?
Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No tenemos que tener miedo a buscar y contemplar el rostro de Cristo. No importa
tanto el lugar cuanto el coraje de dirigir nuestros ojos a ese rostro
cubierto de insultos y salivazos y, sin embargo, hermoso, radiante,
perdonador.
Ese rostro se muestra en la liturgia de la Iglesia y en las personas sufrientes
que, sin duda, iremos encontrando. Por mucho derecho que tengamos al
descanso, no podemos mirar en otra dirección, porque en el familiar con
problemas o en el que nos sirve en un hotel podemos descubrir al Cristo
que sigue sufriendo hoy. Volver la espalda a esos rostros tan reales es
volver la espalda al Cristo que nos mira.