Con el corazón en el domingo

[...] Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes.»  Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.   Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»

No es casualidad que Jesús cure a unos leprosos. Es muy importante ver los tipos de enfermedad que cura Jesús. En este caso, curar a un leproso significa devolver a la sociedad al que había sido marginado y apartado. 

Nosotros no tenemos ese poder, pero podemos hacer del esfuerzo por integrar, por acoger, por luchar contra cualquier forma de marginación, una de las actitudes principales de nuestra vida cristiana. Entonces, nos pareceríamos a Jesús que acoge todos, que integra, que no margina a nadie, que con todos habla, con todos se sienta y dialoga. 

Y sólo uno de los diez, que vuelve a Jesús para darle gracias. Ha experimentado igualmente que su curación ha sido un don gratuito de Dios, que le ha recreado y le ha devuelto a la vida, a la sociedad, a ser una persona como los demás. La salvación no es fruto del milagro. El milagro es la acción de Dios que transforma a la persona. Pero la salvación no se produce automáticamente. Necesita de la colaboración de la persona. Necesita que la persona acoja la acción de Dios y reconozca en él al que le ha dado la vida y todo lo que tiene. 

Es entonces cuando se produce la salvación. Esa misteriosa complicidad entre la acción de Dios y la respuesta de la persona. Ahí brota la fe y la salvación. Ni es sólo acción de Dios ni es sólo fruto del compromiso o esfuerzo humano. Son los dos, Dios y cada persona, mano a mano, los que obran la salvación.