Con el corazón en el domingo: II de Cuaresma

Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.

En la vida de Jesús, a estas alturas, ya han pasado muchas cosas. Han quedado atrás los primeros tiempos de su predicación en Galilea, cuando eran multitudes las que le seguían, cuando hablaba del Reino de Dios en parábolas y curaba a los enfermos y liberaba a los poseídos por el demonio. Algo ha sucedido que ha cambiado el rumbo de una historia que había empezado muy bien. Muchos de los que le seguían, dejan de hacerlo, el grupo de los discípulos se queda reducido a la mínima expresión. Para ser sinceros, ni siquiera están muy seguros de por qué siguen con él.

Pero Jesús es tozudo. Sabía que tenía que terminar lo que había empezado y que no hay Pascua de Resurrección sin antes pasar por el sufrimiento, por el dolor, por la muerte. El Reino es de los esforzados. Y Jesús se va a dejar la piel para cumplir la voluntad de su Padre. Sólo bajando hasta lo más hondo del dolor humano, podrá abrirse una puerta a la esperanza que no sea ficticia sino real. Le animaba su propia experiencia de Dios, sus días y noches de oración, su convencimiento de que por el Reino valía la pena darlo todo.

Pero también sabía que tenía que cuidar de sus hermanos, que los tenía que alentar en su camino para que no desfalleciesen, para que hiciesen su propio camino, su propia Pascua y pudiesen alumbrar en sus corazones la verdadera esperanza. Quizá por eso, en medio del camino de Galilea a Jerusalén, los invitó a subir con él a aquella montaña alta y les adelantó un poco de la gloria del cielo. Tan impresionante debió ser aquella situación que Pedro, que siempre era el más atrevido, no se le ocurrió más que decir: “¡Qué bien se está aquí!” Y luego añadió aquello de hacer tres tiendas, olvidándose de sus compañeros y de él mismo.

Debió ser una experiencia impactante. Pero no parece que en ningún momento les causase miedo o temor. Más bien, lo contrario. Escucharon o sintieron la voz de Dios que les invitaba a escuchar la voz de su Hijo, Jesús. Pero hay un detalle importante. Todo sucedió en una montaña alta, y de allí tuvieron que bajar porque la vida sucede en el llano, abajo, en el camino de la vida…