En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.» [...]
El fin de la Pascua ha significado litúrgicamente el retorno a la vida cotidiana. Abandonamos el oasis de luz del tiempo pascual y nos enfrentamos con las ocupaciones y preocupaciones de todos los días. La vida cotidiana es con frecuencia algo gris y puede convertirse con facilidad en la tumba de los grandes ideales. Así también en la vida cristiana: la luz de la Pascua se apaga ante la presión de la realidad chata y estrecha...

Comer la carne y beber la sangre de Cristo en el pan y el vino eucarísticos significa entrar en una comunión vital con Él para hacer así propia y real en uno mismo la dinámica de la vida de Cristo: una vida entregada hasta la muerte. Por eso es tan importante alimentarse con este pan y este cáliz, comer esta carne y beber esta sangre: sólo así podemos hacer de nuestra propia vida una ofrenda de amor a los demás como la del mismo Cristo, encarnando de esta manera en nuestra cotidianidad la luz de la Pascua, el ideal realizado que hemos contemplado en la muerte y resurrección de Jesucristo.