En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

De hecho, “estas cosas”, aunque suenen tan bien, no son tan fáciles de entender. Muy posiblemente, eran muchos en tiempos de Jesús los que torcían el gesto cuando oían por primera vez hablar de ellas. También es muy posible que nosotros mismos lo torzamos cuando nos encontramos en situaciones que nos exigen llevar a la práctica estas verdades evangélicas, es decir, aceptar vitalmente “estas cosas”. Examinando nuestra actitud real, concreta y práctica respecto de ellas, podemos intuir si nos encontramos en el grupo de los sabios y entendidos, o en el de la gente sencilla.