Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se quedó de pie en la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»

La parábola del sembrador, como otras parábolas agrícolas de Jesús, es una llamada a la esperanza y a la confianza. Pero también a la responsabilidad. Dios hace su parte sin escatimar nada, pero si el Reino de Dios parece no hacerse presente, al menos suficientemente, tenemos que examinarnos a nosotros mismos para ver si estamos haciendo la parte que nos corresponde, si no será que con nuestras actitudes personales estamos haciendo estéril la rica semilla de la Palabra.
No basta con cuidar con mimo la semilla que cae en buena tierra (aquello que ya hemos conseguido, donde podemos hacer algún progreso); hay que trabajar para que todo en nosotros se vaya transformando en buena tierra. Hay que desbrozar, roturar y abonar.