En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda." Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?" El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»
El Evangelio de ho Jesús nos invita a una fiesta. Y no a una fiesta cualquiera, sino a una de las que hacen época: la fiesta de bodas del hijo del rey, adornada con las mejores galas, repleta de manjares suculentos, de terneros y reses cebadas, regada por vinos de solera, vinos generosos…
Tenemos que reconocer que nosotros mismos los creyentes nos encargamos bien a veces de ocultar y tapar el sentido festivo de la fe: cuando la vivimos sin entusiasmo y la celebramos sin alegría. Nuestro modo de vida y nuestra forma de celebración no suenan, al menos en muchas ocasiones, al grito jubiloso y apremiante de los criados del rey: “¡Venid a la fiesta!” Afortunadamente no siempre es así, pero es verdad que muchos encuentran en nosotros un rostro adusto, poco amable, poco atractivo. La liturgia, que es ante todo un banquete, una fiesta, es con frecuencia algo desangelado y carente del más elemental gusto estético.
Lo que celebramos festivamente y con alegría es algo muy serio. Y es que la alegría de una fiesta de bodas no es algo que pueda tomarse a broma. Por eso hay que vestirse de la manera adecuada. Fortalecidos por este banquete continuamente repetido, podemos afrontar además las adversidades de la vida, como nos enseña hoy Pablo, que supo aceptar a tiempo la invitación a la fiesta y así, revestido de su nueva condición, salió a los caminos del mundo a gritar por doquier “¡venid también vosotros a la fiesta!” Y esa es, en esencia, la vocación de todo cristiano: invitados que saben ser también servidores y van diciendo con sus palabras y su modo de vida a todo el mundo, a buenos y malos, “¡venid a la fiesta!”