Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.  Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»  Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»  Le respondieron: «Del César.»  Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»

Si los fariseos y los herodianos se han aliado para pillar a Jesús, puede pensarse que la situación de éste es desesperada y sin salida. De hecho, la alianza de los dos grupos no puede ser más antinatural: los fariseos, partidarios del sistema teocrático judío, no podían aceptar ninguna forma de colaboración con el poder pagano de los romanos. Los herodianos, por el contrario, eran colaboracionistas sin escrúpulos, que trataban de sacar ventajas de la ocupación. La actitud hacia el impuesto al César indicaba bien a las claras la posición de cada uno. La trampa era perfecta: si Jesús aceptaba el pago del impuesto, era un enemigo de Dios, un blasfemo, un renegado que no aceptaba el único reinado de Yahvé. Si rechazaba al impuesto podía ser acusado de sedición y rebeldía contra el poder establecido. En los dos casos había causa contra él, que es lo que, en el fondo, interesaba a unos y otros: encontrar un motivo para acusarlo y quitarlo de en medio. 

Hoy como ayer, Cristo, sus discípulos, su Iglesia tienen que alzar la voz para que, respetando la debida autonomía de las realidades de este mundo (dándole al César lo que es suyo, su moneda, pero nada más), no dejemos de darle a Dios lo que le pertenece sólo a Él: su imagen que habita en el interior de cada uno. Reconocer y aceptar a Jesús como el Cristo, Hijo de Dios e hijo del Hombre, es el mejor camino para encontrar ese equilibrio que no está hecho de medias tintas o componendas, sino de la radicalidad del mandamiento del amor a Dios y a los hermanos.