Con el corazón en el domingo

Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Él les proponía la palabra. Llegaron cuatro llevando un paralítico y, como no podían meterlo, por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico.
Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados quedan perdonados.»
Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros: «¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios?»
Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo: «¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil: decirle al paralítico "tus pecados quedan perdonados" o decirle "levántate, coge la camilla y echa a andar"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados...»
Entonces le dijo al paralítico: «Contigo hablo: levántate, coge tu camilla y vete a tu casa.»
Se levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo: «Nunca hemos visto una cosa igual.»

El paralítico de hoy tuvo la suerte de encontrar la ayuda de cuatro hombres buenos, que no sólo se prestaron a llevarlo ante Jesús, sino que ante los obstáculos que impedían llegar hasta él, se las ingeniaron para sortearlos todos. El modo en que lo hicieron (si pensamos en lo que supone subir una camilla con un enfermo en ella hasta el techo y después descolgarlo por ella, cualquiera que haya llevado alguna vez una camilla al peso, sabrá lo que eso supone) revela una voluntad de hierro, además de una confianza ciega en que merece la pena hacer ese derroche de fuerza, imaginación y, también, de riesgo.
Jesús, de hecho, alaba la fe «que tenían», es decir, de los cinco. En el caso de los cuatro camilleros, es una fe viva, que pasa a los hechos, que se implica y se hace amor, ayuda concreta y esforzada.

Pero la admiración de Jesús se traduce en un gesto que, en primer lugar, se dirige sólo al enfermo y, en segundo lugar, nos produce sorpresa, tal vez decepción o indignación: en vez de curarle va y… le perdona los pecados. ¿Es que ese enorme esfuerzo se había hecho para obtener el perdón de los pecados y no la curación de la parálisis? ¿Qué sentiría el enfermo y sus benefactores? ¿La alegría profunda del perdón, o la decepción de una esperanza frustrada de curación?