Domingo de Ramos

El domingo de Ramos, pórtico de la Semana Santa, nos presenta un cuadro unitario de lo que vamos a contemplar, meditar y actualizar en estos días. En una misma celebración asistimos a la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y a su prendimiento, proceso y muerte en Cruz. ¿A qué se debe que la lectura de la Pasión del Señor se duplique durante la Semana Santa, y se lea el Domingo, si se va a leer de nuevo el día propiamente de Pasión, el Viernes Santo? Litúrgicamente tiene pleno sentido que la Pasión del Señor se lea en Domingo, el día en que los cristianos se reúnen a orar juntos. De otro modo, la Pasión no sería proclamada nunca en Domingo y en el contexto de la celebración eucarística, que es, precisamente, la memoria de esa Pasión (pues el Viernes no se celebra la eucaristía). Pero, además, de este modo nos preparamos a entrar en profundidad en los misterios que, paso a paso, vamos a celebrar en los días siguientes.

Esa lectura podemos trasladarla a nuestro mundo con extrema facilidad. En ocasiones nos embarga la sensación de que este mundo está definitivamente perdido, de que el mal que reina en él es más fuerte que cualquier retoño de bien y de justicia y de que los malvados se salen con la suya, por lo que sentimos la tentación de pensar que, al final, el mal compensa. 

Ya la entrada de Jesús en Jerusalén, acogido como el que “viene en nombre del Señor” es la expresión de una fe y de una esperanza que no se han de ver defraudadas, a pesar de todas las apariencias contrarias. Es posible que algunos de los que acogieron a Jesús con entusiasmo cayeran días después presas de la manipulación y pidieran a gritos su crucifixión.

Pero no está dicho que todos los que le acogieron cambiaron de bando; muchos sentirían la derrota de Jesús como su propia derrota, la de sus esperanzas. En el prendimiento, el proceso ante el Sanedrín y Pilato, en medio de los ultrajes y las humillaciones, en la misma Cruz, resalta la dignidad de Cristo y su confianza en su Padre hasta el final. Es decir, Jesús, Él mismo, es la luz que ilumina la oscuridad del momento, la bondad insobornable ante los embates del mal, la libertad soberana para, a pesar de las adversidades sin límite y en ellas mismas, elegir el bando de la víctima inocente en vez del de los verdugos. En ello mismo está diciendo Jesús al abatido una palabra de aliento: nos está diciendo de parte de quién está Dios y qué es lo que salva al hombre al final y a la postre.

Esa misma luz que emana de Cristo nos permite ver el amor arrojado que, pese a todo, mueve al débil Pedro a asumir riesgos y, literalmente, meterse en la boca del lobo en su desesperado intento por seguir cerca del maestro; las negaciones de Pedro son producto del temor, pero no de la indiferencia, como lo muestran sus lágrimas.

Vemos también a esa misma luz la compasión de un hombre anónimo “que pasaba por allí”, Simón de Cirene y la de las santas mujeres que miran desde lejos y siguen esperando contra toda esperanza cuando José de Arimatea (otro destello de luz, proveniente esta vez del Sanedrín que condenó a Jesús) hace rodar la piedra del sepulcro. Y es también esa luz la que ilumina la conciencia del centurión en una confesión, “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”, que es la revelación final a la que tiende todo el evangelio de Marcos desde su primera línea (“Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”), y que significativamente se pone en boca de un pagano, capaz de reconocer lo que los “propios” han sido incapaces de ver: al morir Cristo el velo del templo se rasga, queda atrás la antigua alianza, y se establece una nueva, sellada con la Sangre del Cordero inmaculado, abierta a todas las gentes sin distinción. Es esa luz de Cristo, que alcanza a iluminar en torno a sí a muchos de los protagonistas de esta historia, la que da el verdadero sentido de los acontecimientos y la que alimenta nuestra esperanza: Jesucristo se ha entregado libremente y por amor hasta la muerte y una muerte de Cruz.
Hoy, junto con el centurión (que apalabra y representa a todos los “iluminados” de esta historia), al contemplar la Pasión de Cristo y esa otra pasión que se desarrolla a diario en nuestra atormentada historia, somos invitados a confesar con esperanza: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. Y, por eso, Dios lo levantó y lo seguirá levantando “sobre todo”, también sobre toda forma de mal. La derrota a la que asistimos hoy es el germen de una victoria definitiva, la de Cristo, y, en Él, la de todos nosotros.