Las casualidades no existen. Por eso, cargué unas ojeras desgarradas de nervios y una maleta en la que lo que más pesaba era la incertidumbre. Me embarqué en una aventura de la que lo único que conocía era el destino: Puente la Reina.
Si aquella noche dormí con una perfecta desconocida, ¿qué importaba? Amaneció el jueves con las nubes henchidas de la palabra AMOR. Aún más, consiguió calar y superar sus limitaciones de palabra para convertirse en un hecho en cada uno de nosotros. Lo percibí en la vista de quien me anudaba la pañoleta, en la sordera del corazón que huye pero busca el amor comprometido, en el cordón que anudé fuerte, en las canciones que tiñeron el silencioso claustro de “Color esperanza”.
Si las procesiones de Semana Santa no conseguían conmoverme, fue el lluvioso Vía Crucis que azotó mis emociones contenidas. Si clavé en la cruz mis pecados, si sentí los clavos latir bajo la frente, si la fría Iglesia del Crucifijo proyectaba un eco irremediable en el corazón,… constaté que las casualidades no existen. Porque todas ellas eran CAUSAlidades.
Y tras el Viernes Santo, algo había cambiado en todos nosotros. Por lo menos, habíamos constatado que “tu cara me suena”. Éramos desconocidos que llevan toda la vida en el mismo tren, el de la vida. Nuestros caminos habían decidido solaparse entonces. Y ahí, descubrías el rostro de alguien que ha estado esperando para desenmascarar sus debilidades frente a ti, el Rincón de una Palabra que lleva tiempo intentando ser oída, y el Abrazo de un Padre que te sostiene cuando todos los demás han desaparecido. Ese Padre, cuya figura recortada en la lejanía sonsacó lágrimas sinceras, repletas de reconciliación.
Ese sábado era especial. El halo de esperanza trepaba por las paredes del Seminario… la esperanza del suceso del que conocíamos todos los detalles. Y en la ardua espera, también hubo tiempo de distensión, de juegos, de renacimiento de esa alma infantil que no abandona ni al más pintado. Parecía una estancia eterna cuando las maletas empezaron a circular, las habitaciones despiadadamente frías, la última cena con una fragancia melancólica y la vigilia… con el fuego lamiendo una noche plagada de estrellas, dando fin a la cruz, a la Pascua, guiada por una canción desafinada que seducía el empedrado de Puente. Y ahora sí, queríamos darnos más en los pequeños detalles del día a día, nuestros compromisos sellados con grapas, que quedaron en las cruces positivas, hilando una cadena de buenos propósitos. ¡Ya había resucitado!
La Pascua había movido algo interno de todos nosotros, nadie absolutamente ha pasado sin pena ni gloria por esta Pascua. Y sí, hemos sido “Testigos” de un cambio. De un antes y un después, en nosotros mismos, en detalles que marcan la diferencia.
Así, tras la Vigilia y un par de bailes salseros, afloró la emoción, los calurosos abrazos, la expectativa de volver a vernos… Y es que la gente debe de pisar muy fuerte, las huellas aún permanecen intactas… y el tiempo que perdurarán, imborrables, impactadas en cada uno de nuestros corazones conformando un precioso recuerdo.
Patricia Mendilibar (Valencia)