Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»  No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.

Jesús, hecho por su encarnación “uno cualquiera”, pero también, por eso, alguien cercano, “uno de los nuestros”, sigue hablando y actuando por medio de gentes normales. Pueden ser esas madres creyentes que les recuerdan a sus hijos los principios elementales del bien y sus deberes para con Dios; puede ser un amigo que con sus actitudes nos recuerda que no todo está en venta, que no es obligatorio adaptarse a lo que “todo el mundo hace”; puede ser un hermano o hermana de comunidad que de palabra o de obra nos avisa de que nuestro comportamiento se aleja del ideal que nosotros mismos afirmamos profesar… Todos aquellos que se toman en serio la Palabra de Dios, la escuchan y tratan de ponerla en práctica se hacen profetas de Jesucristo. Al hacerlo, claro, asumen el riesgo del rechazo, del desprecio, de la exclusión. 

Porque esta Palabra es una Palabra salvadora, pero también incómoda. Y podemos tratar de protegernos de ella rechazando a esos profetas, “gentes cualquiera” a los que creemos conocer muy bien (quienes son, de dónde vienen, cuáles son sus defectos, sus aguijones), y a los que no les consentimos que nos “sermoneen”, ni traten de enseñarnos nada. El problema es que, al hacer esto, podemos estar rechazando a Cristo, que profetiza por ellos, impidiendo que esa Palabra vivida y operante nos ilumine, nos toque e, imponiéndonos las manos, nos cure y haga entre nosotros milagros. Es importante estar abierto al bien, sin etiquetas, incluso si viene del más cercano; este es un elemento esencial de la verdadera fe. Y, si nos abrimos de esta manera, nos iremos convirtiendo nosotros mismos en profetas, gentes libres, tocadas por la Palabra de Dios, que la transmiten, pese a las debilidades y defectos, con su forma de vida y también con sus palabras. Pero tenemos que tener claro el precio que podemos tener que pagar por esa profecía de la vida cotidiana. Podemos atraernos el rechazo o el desprecio de los demás, a veces de los más cercanos. No por ello hemos de desalentarnos. Aunque esta Palabra (que no es nuestra, sino que nos la ha dirigido Dios) parezca no ser acogida ni escuchada, es importante que suene. Siendo una Palabra viva y eficaz, más aguda que espada de doble filo (cf. Hb 4, 12), es una palabra “que sale de mi boca y no vuelve a mí vacía, sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión” (Is 55, 11). Como nos recuerda hoy Ezequiel, la palabra profética puede ser eficaz o no, pero lo más importante es que esté siempre presente. Y es que esta Palabra de la que nos hacemos profetas es la Palabra encarnada, Cristo, que rechazado y despreciado, muerto y sepultado, ha resucitado a un vida nueva, y opera (quiere operar) en y por nosotros, los creyentes.