Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos." Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»

Los cristianos tenemos conciencia de que nuestra fe conlleva ciertas obligaciones y de que “tenemos que cumplir con ellas”. A veces, algunos ven en esto una actitud farisaica que se queda en el mero cumplimiento externo, y reaccionan diciendo, por ejemplo, que “lo importante no es ir a misa sino ser buena persona y ayudar a los demás”. Aunque podemos entender estas reacciones, tenemos que tener cuidado con su unilateralidad. 

En primer lugar, porque ir a misa y actuar con bondad no son cosas incompatibles: no sólo porque, cosa obvia, se puede “ir a misa y ser buena persona”, sino porque participamos de la Eucaristía precisamente para, en unión con Cristo, hacernos mejores personas. Y, en segundo lugar, porque en esta crítica se cae en el fondo en lo mismo que se critica: se reduce el “ir a misa” (u otras prácticas cristianas) a una mera formalidad externa, descuidando su verdadero sentido. Para actuar de acuerdo al espíritu cristiano hay que estar en comunión con Cristo; y esa comunión se realiza de manera privilegiada en el memorial de su Pasión que él mismo nos mandó realizar; es posible vivir como Cristo vivió si escuchamos su Palabra y comemos el pan y el vino que son su cuerpo y su sangre.

Es decir, si “ir a misa” se reduce a una formalidad que “cumplimos”, sin dejar que su significado penetre en nosotros, que nos hace sentirnos justificados y que, además, nos lleva a juzgar y condenar a los demás, a los que no cumplen, entonces sí, entonces estamos reduciendo el gran don de la Eucaristía a una “tradición de nuestros mayores”. Pero si, por el contrario, a pesar del aburrimiento o la pereza que a veces nos embarga, tratamos de hacer de la Eucaristía un encuentro vivo con la Palabra y la persona de Cristo, entonces estaremos purificando nuestro interior de las maldades que hacen impuro al hombre, y abriendo nuestro corazón a las buenas obras del amor en las que consiste la religión pura e intachable.