En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de
Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus díscípulos: «¿Quién
dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decirselo a nadie. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.» Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
No es difícil imaginar las muchas conversaciones que Jesús sostenía con
sus discípulos “por el camino”. Muchas tendrían que ver con el sentido
de su vida y su misión y, al hilo de los acontecimientos, con la
aclaración de su identidad (rabino, maestro, profeta…), y con la
relación que los que le seguían tenían o habían de tener con él. En su
pedagogía, Jesús iba revelando quién era él realmente en la medida en
que los discípulos podían entender. Caminando por las aldeas de Cesárea
de Felipe, lejos de las masas de Galilea y de las hostilidades de Judea,
Jesús dirige a sus apóstoles, a los más cercanos, una pregunta decisiva
y peligrosa.
Al principio la plantea en relación con “la gente”, esto
es, pregunta por las opiniones que sobre él corrían por ahí. Hay que
reconocer que las opiniones respecto de Jesús eran entonces (y suelen
ser hoy también) bastante positivas: se le identifica con los referentes
más relevantes de la historia de Israel: un profeta, y no un profeta
cualquiera, sino Elías, o Juan el Bautista. Hoy se escuchan otras
opiniones, en general también favorables, que lo identifican con un
maestro de moral, o un luchador en favor de la igualdad y la justicia,
un utópico del amor, un pacifista…, es decir, con referentes que, en
opinión de esas gentes, tienen una coloración positiva. Pero a esa
pregunta no es posible responder sólo con una mera opinión. Cuando Jesús
se dirige a sus apóstoles (y, en ellos, a cada uno de nosotros) está
pidiendo que nos definamos, que tomemos postura, una postura que afecta a
nuestra vida entera. La respuesta correcta a esa pregunta no es una
opinión, sino, como en el caso de Pedro hoy, una confesión: Tú eres el
Mesías. No sólo un profeta, ni siquiera un gran profeta, sino aquel de
quien hablaron todos los profetas, al que el Pueblo de Israel esperaba,
el que había de cumplir todas las antiguas promesas.