En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después
de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su
resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán.
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y
majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los
cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de
la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas,
deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder
esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará
esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán,
mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los
ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»
Como siempre al declinar del año litúrgico los textos nos ponen ante la
espinosa cuestión del fin del mundo. Estos deberían venir acompañados de
ciertos signos apocalípticos, que Marcos identifica en fenómenos
cósmicos (eclipses y terremotos), y como estos signos pueden encontrarse
de un modo u otro en toda época histórica, siempre hay quien está
dispuesto a señalar el fin del mundo en una próxima fecha. Pero ya nos
dice Cristo que el día y la hora nadie la sabe, ni los ángeles del
cielo, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre, dándonos a entender que
no debemos ocuparnos demasiado por fijar la fecha.
Cristo nos invita a discernir los signos de los tiempos para
descubrir la cercanía de ese final. Así pues, atendiendo a los signos
del “fin del mundo” que experimentamos en nuestro tiempo, podemos
reinterpretarlos así: no son tanto los signos del fin (temporal) del
mundo (que no sabemos cuándo será y, en consecuencia, no debemos
preocuparnos de ello), sino los signos y la expresión de los límites
del mundo. Nuestra generación, como dice Jesús, es aquella en la que
“todo esto se cumple”: vivimos realmente “los últimos tiempos”, porque
vivimos en contacto permanente con los límites del mundo, chocando de
continuo con las fronteras de esta limitación: física –dolores y
desgracias–, temporal –la muerte ajena y la certeza de la propia–, moral
–los muchos rostros del mal responsable, producido por la voluntad
humana. Estos límites, que nos aprietan y estrechan por doquier, hablan
del carácter pasajero y efímero de numerosas dimensiones y aspectos del
mundo y de la vida humana.
Son dimensiones necesarias, pero no
definitivas: la salud y la belleza física; el bienestar material; la
fama; el placer… No podemos no prestarles atención (al menos a algunas
de ellas) y, en una u otra medida, tenernos que dedicarles nuestros
esfuerzos. Pero no podemos ni debemos entregarles nuestro corazón, ni
consagrar a ellas en exclusiva nuestra vida, pues son parte de esos
“cielo y tierra que pasarán”; y si son esos los únicos bienes a los que
aspiramos, nos contagiamos inevitablemente de su carácter efímero y
pasajero. Pero el ser humano, por su corazón y su espíritu, está abierto
a otros bienes y otras dimensiones, a otros valores, llamados a
perdurar para siempre.