Con el corazón en el Domingo

En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»
Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
Pilato le dijo: «Conque, ¿tú eres rey?»
Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»

Está claro, pues, que si Cristo es Rey, lo es de un modo muy distinto al que lo son los reyes de este mundo (sean constitucionales o no). Dicho lo dicho, es claro que ningún rey pasado, presente o futuro lo es en sentido propio. Cristo, en cambio, lo es en el pleno sentido de la palabra, es un verdadero rey, como él mismo confiesa ante el representante de otro rey, del más poderoso de su tiempo: del César. Y no deja de ser irónico que esta confesión se haga en una situación que pone de relieve que la realeza de Jesús es bien extraña y paradójica, que, realmente, no es de este mundo: sin ejército ni poder externo alguno; ¿cómo podrá defendernos? Sometido a juicio y condenado: ¿cómo podrá hacer justicia? Su corona es de espinas; ¿cómo, siendo así, podrá inspirar respeto y temor? Su trono es la cruz; ¿quién se inclinará ante él? 

La fiesta de Cristo, Rey del Universo, que cierra el año litúrgico, nos habla de la victoria final del amor y de la vida sobre el pecado y la muerte; algo que no siempre es patente en este mundo, en el que tantas veces parece que la bondad, la honestidad y la justicia no compensan y no merecen la pena. Pero Jesús, en su extraño reinado, coronado de espinas y entronizado en la cruz, testimonia que, al final, no hay fuerza mayor ni poder más grande que el del amor y el perdón, hasta la muerte; que ese reino, aunque no es de este mundo, está presente y operando ya en él, por medio de aquellos que escuchan su voz y tratan de ponerla en práctica; y que, al hacerlo, ellos mismos participan de la realeza de Cristo (invitados a tomar su cruz) y de su autoridad (el poder del amor), y se convierten en profetas, testigos del nuevo y definitivo reino, y en sacerdotes,  mediadores del Dios Padre de todos.