Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.»
En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.»

Jesús inaugura su ministerio público participando en un rito colectivo de purificación: el bautismo de Juan a las orillas del Jordán. Se presenta en sociedad en un contexto bien determinado: en el círculo del Bautista, en un ambiente de expectación profética, que percibe la inminencia del Mesías. En Juan el Bautista se da un inesperado renacimiento del profetismo de Israel, que contrasta con la religión dominante, concentrada en la ley y su observancia. Es lógico que muchos se preguntaran si no sería Juan el Mesías prometido. De hecho, para él hubiera sido relativamente fácil arrogarse tal título, tanto más si tenemos en cuenta que muchos estaban dispuestos a aceptarlo como tal.

De una forma bien paradójica, abajándose y participando en el bautismo de Juan, Jesús muestra en qué sentido es “más fuerte y más grande”. Y aquí debemos vencer la tentación, equidistante a la de hacer del mero profeta un Mesías, la de hacer del Mesías sólo un profeta. Jesús es más que un profeta o un maestro espiritual. En el momento del abajamiento, uniéndose a su pueblo en el rito purificador, se abren los cielos y se revela quién es este hombre de Nazaret, este Mesías esperado: es el Hijo amado y predilecto de Dios. Ahora entendemos la radicalidad de la salvación, que el esfuerzo moral y la purificación del agua no pueden lograr; es un renacimiento, una recreación, la adquisición gratuita de una nueva identidad, la de los hijos de Dios. Porque cuando la voz del cielo (la voz del Padre) que declara que ese hombre que, unido a su pueblo, participa de la purificación de los pecados, es “mi hijo, el amado, el predilecto”, al tiempo que lo unge con el Espíritu, Dios nos está diciendo que, en Cristo, acoge y acepta a la humanidad en la que su Hijo se ha encarnado, y acepta sin condiciones y adopta, en consecuencia, a cada ser humano. Efectivamente, en la humanidad de Cristo, “Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.” Si, pues, en Cristo Dios está con nosotros, y en Él somos hijos del Padre, ¿qué otra cosa hemos de hacer, sino pasar por la vida “haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”?