Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?»
Y Jesús les dijo: «Sin duda me recitaréis aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo"; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún.»
Y añadió: «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.

El “esfuerzo del amor” consiste en ir eliminando las barreras que nos cierran en nosotros mismos (individual, pero también en los círculos colectivos a los que podemos pertenecer) para, mirando más allá de nuestro particular Nazaret, abrirnos a Cafarnaún, a Sidón y a Siria, a los extranjeros y hasta a los enemigos nuestros, entre los que Jesús quiere también revelar la salvación y realizar prodigios.

Es un reto que podemos afrontar con garantías sólo aceptando a Jesucristo, que apela a nuestra libertad para que lo acojamos o rechacemos.

Caigamos en la cuenta de que la aceptación no está exenta de riesgos. Por un lado, porque, al aceptarlo, nos exponemos a la ira de quienes siguen encerrados en sus esquemas excluyentes. El lenguaje universal del amor, que no conoce fronteras, suscita con frecuencia reacciones violentas en contra. Aceptar a Cristo significa estar dispuesto a testimoniar este amor de Dios hasta dar la vida. A través de Jeremías, Dios nos exhorta a no tener miedo. No deben ni pueden temer los que han elegido a Aquel que “ha vencido al mundo” (cf. Jn 16, 33). Pero, por otro lado, existe también un riesgo más sutil y peligroso: podemos reducir el mensaje de Jesús a una “doctrina” excluyente, que traza nuevas fronteras y sólo reconoce a los “propios” y rechaza a los “ajenos” (a los de Cafarnaún, el pueblo rival; a Sidón y Siria, a los extranjeros y enemigos). La doctrina cristiana (que tiene perfiles claros, no es una mera declaración de “buenismo” blando) se verifica, sin embargo, en el amor que la encarna. Si no se da esa traducción encarnada, aunque hagamos milagros, como dice Pablo, “no somos nada”. O, menos que nada: con nuestras actitudes cerradas podemos estar revolviéndonos contra Cristo, tratando de expulsarlo de nuestro pueblo, de acabar con él. En tal caso, puede muy bien suceder que sigamos habitando en su vecindad, en Nazaret, y considerándonos paisanos suyos (qué se yo, buenos cristianos), mientras que él, tras pasar por entre nosotros, ante la cerrazón de nuestro corazón, simplemente, se vaya alejando.