Con el corazón en el domingo

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados! quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor Mío y Dios Mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengáis vida en su nombre.

Las dificultades para creer en la Resurrección del Señor y reconocer su presencia, comunes a todos los discípulos (a todos nosotros: cf. Mc 16, 9-15), se concentran hoy en la figura de Tomás, apodado el mellizo.  omás expresa, en primer lugar, la dispersión a que se ve sometida la comunidad de Jesús tras su muerte. Algunos siguen ligados entre sí, pero en un grupo cerrado, como vemos hoy; o que, abandonados los ideales destruidos por la muerte del Maestro, vuelve a viejas y estériles ocupaciones (cf. Jn 21, 1-3); otros, sencillamente, se vuelven a casa, completamente desilusionados, como los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13). Tomás, al parecer, también había tomado el camino de la dispersión y el abandono de la comunidad. Este abandono es comprensible. Si Jesús ha muerto, ¿qué puede unirles ya? Los defectos de todos estos discípulos (ambiciosos, a veces violentos, cobardes, etc.) son demasiado patentes, no hay en ellos virtud suficiente para mantenerlos unidos. De no haber sucedido algo extraordinario y humanamente inexplicable la dispersión hubiera sido total y definitiva. Los defectos y pecados de la Iglesia son con frecuencia la excusa para abandonarla y distanciarse de ella. Esta excusa estaría justificada si la Iglesia fuera sólo un grupo humano unido por ciertas ideas, convicciones o valores (que los mismos miembros de este grupo contravienen con frecuencia). Pero si, pese a tantos defectos y pecados, se mantienen unidos, es porque hay algo más grande que ellos mismos que los convoca y vincula: la presencia en medio de ellos del Señor Resucitado.

En lo que se refiere a Tomás, parece que el abandono no debió ser total, pues los discípulos que permanecieron unidos y, por eso, pudieron ver al Señor resucitado, se apresuraron a avisarle de lo acontecido. Tomás, incrédulo, en principio no da crédito al testimonio de los otros. Se suele decir que la fe es una cosa personal, lo que es cierto, pero se suele dar a entender que es una cosa individual y subjetiva, lo que es falso. La fe verdadera es un don que recibe la persona, pero requiere de la comunidad creyente. Para “ver” al Señor y creer en Él hay que estar en la comunidad de esos tan imperfectos, violentos, ambiciosos, temerosos y cobardes, pero al fin discípulos, capaces de volver al Señor, pedir perdón, y dar la vida por Él.