En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el
Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su
nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los
pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo
os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad,
hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.»
Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y
mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos
se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y
estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.
Es significativo que la Ascensión tenga lugar en Betania: lugar de
muerte y de vida (cf. Jn 11, 1-43), de amistad con el Maestro, de
contemplación y de servicio (cf. Lc 10, 38-42). Los fuertes vínculos
personales que evoca Betania nos hacen comprender que la Ascensión de
Jesús a los cielos no es una separación. Pero, en realidad, la Ascensión marca más que una desaparición, una
nueva forma de presencia que, precisamente por universalizarse en la
misión, no puede tener el carácter visible que vincula a determinado
espacio y tiempo. Es la presencia en el Espíritu, la fuerza de lo alto
que ha de revestir a los discípulos. Ahora bien, el carácter universal
de esa presencia no debe llevar a equívocos: no es una universalidad
“abstracta”, limitada al mundo de las ideas, sino una universalidad
concreta, ligada a todo lugar y todo tiempo: ser sus testigos “en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo”,
sabiendo que Él está con nosotros “todos los días hasta el fin del
mundo” (Mt 28, 20). Gracias a esta nueva forma de presencia, Jesús
“sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, sus
miembros, experimentamos”, como nos recuerda San Agustín: él mismo es el
perseguido cuando los cristianos sufren persecuciones (“Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues?” Hch 9, 4); él mismo pasa hambre y sed y
penalidades en todo ser humano que sufre (cf. Mt 25, 34-45). Pero esta
forma de presencia también hace verdad la inversa: si los discípulos
estaban “con gran alegría siempre en el templo bendiciendo a Dios”, es
porque, en medio de las dificultades y contrariedades de este tiempo de
misión y testimonio, participan y gozan ya de las primicias de la
victoria de Cristo sobre la muerte. Por eso dice también San Agustín,
hablando de la Ascensión, “que nuestro corazón ascienda también con él…
de modo que gracias a la fe, la esperanza y la caridad, con las que nos
unimos a él, descansemos ya con él en los cielos”.