Con el corazón en el domingo

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.»
Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes.»
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado.»

Jesús nos llama hoy a reavivar nuestra fe: a no acostumbrarnos a la gracia y a la salvación, abaratándolas y banalizándolas. No nos dice que no vayamos al templo, ni que ser judío (es decir, cristiano, miembro de la Iglesia) es malo y “los de fuera son mejores” (como tantas veces oímos y decimos); sino que nos recuerda que esa pertenencia no es suficiente si la reducimos a costumbre, identidad cultural o mero cumplimiento legal, si perdemos la capacidad de sorpresa, agradecimiento y confesión, a las que a veces están mejor dispuestos quienes experimentan la novedad de Dios por vez primera.

Para evitar esa rutina que mata o entumece la fe es preciso refrescarla, esto es, como le dice Pablo a Timoteo, hacer memoria de Jesucristo. Esta memoria no es un mero y desvaído recuerdo, sino un memorial pascual, el de la muerte y resurrección de Cristo, que se realiza y en el que participamos realmente en la Eucaristía, pero que requiere por nuestra parte perseverancia y fidelidad, para que esa palabra asimilada hable en nosotros y dé testimonio con libertad (“la palabra de Dios no está encadenada”), gritando como el samaritano, que hace suyo el salmo 65: “venid a escuchar, os contaré lo que ha Dios hecho conmigo”, o como gritan y cantan Zacarías: “¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel!” (Lc 1, 68), y, mejor que nadie, María: “¡Proclama mi alma la grandeza del Señor!” (Lc 1, 46).