En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la
resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a
uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la
viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos:
el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se
casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último
murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la
mujer? Porque los siete han estado casados con ella.»
Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob." No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»
Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob." No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»
Los saduceos no solían tener mucho trato con Jesús. Eran personajes
demasiado importantes, alejados del pueblo, ocupados en conservar su
privilegiada posición social y su poder a toda costa. Los interlocutores
y oponentes habituales de Jesús eran los fariseos, maestros del pueblo,
por tanto, cercanos a él y sinceramente creyentes, aunque su
interpretación rígida y estrecha de la ley los llevaba a condenar a los
pecadores y a chocar con la forma novedosa, abierta y misericordiosa en
que Jesús presentaba la relación con Dios.
Jesús está diciendo que el Dios eterno y absoluto se ha hecho presente
en la historia de los hombres abriendo nuevos horizontes de vida. Los
abre indirectamente, mediante esos valores “que valen más que la vida”.
Pero también de forma directa, en la Revelación, en Jesús de Nazaret,
que renunciando libremente a su vida por amor nos ha abierto el camino
de la vida plena. Jesús no ironiza, como los saduceos, pero pone de
relieve con seriedad y agudeza lo absurdo de la fe en un Dios que nos
condena a la muerte y, todo lo más, nos conserva en un recuerdo que no
va a durar, pues, quitando unos pocos personajes históricos,
“conservados” en las páginas de los libros de historia y en los nombres
del callejero, ¿quién guarda memoria de nadie, poco más allá de sus
abuelos? Y por muy grandilocuentes promesas que hagamos de “recordar
para siempre”, también esa lábil memoria desaparecerá cuando nosotros
mismos seamos pronto olvidados. La única “memoria eterna” que tiene
sentido real es la de permanecer en la mente de Dios, en comunión con
Él.
El Dios que se acuerda de Abraham, Isaac y Jacob es el Dios que no
los deja tirados en cualquier esquina de la historia, sino el Dios que
tras crear y darles la vida, los salva y los rescata de la muerte.
Jesús, al hacer callar a los saduceos, fortalece hoy nuestra esperanza.
Y, por medio de las palabras de Pablo, nos hace entender que la
esperanza de la que hablamos no es una pasiva espera de un “mundo
futuro”, sino una fuerza para hacer “toda clase de obras buenas” que
hacen presente ya hoy ese futuro de plenitud. Se trata, pues, de una
esperanza que nos anima a entregarnos y a arriesgar por esos valores que
valen más que la vida, que nos enseña que el riesgo de hacer el bien no
es hacer el primo, sino que merece la pena. Todo bien procede de Dios,
fuente de la vida. Sacrificar la vida por el bien es conectar con esa
fuente, que por medio de Jesucristo ha plantado su tienda entre
nosotros. En una palabra, podemos empezar a ser ya desde ahora “como
ángeles”, portadores de la buena nueva de Dios, anunciadores con
nuestras buenas obras de la presencia viva entre nosotros del Hijo de
Dios, muerto y resucitado.