En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo:
"Ojo por ojo, diente por diente." Yo, en cambio, os digo: No hagáis
frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla
derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte
la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una
milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado,
no lo rehuyas. Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y
aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro
Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y
manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os
aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?
Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario?
¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como
vuestro Padre celestial es perfecto.»
La capacidad de descubrir en nuestros enemigos a nuestros hermanos,
hijos del mismo Padre, habla de esa cualidad del amor que es como una
luz que descubre valores escondidos, que una mirada desprovista de amor
es incapaz de percibir. El verdadero amor no sólo no es ciego, sino que
es, por el contrario, el colmo de la lucidez. La perfección del nuestro
Padre celestial a la que nos llama Jesús (y que él mismo porta en sí) es
la de un amor que no se limita a las normas de convivencia de un grupo
cerrado sobre sí mismo, sino que rompe fronteras y establece lazos
incluso allí donde esto parece imposible.
Reflejar en nosotros la perfección del amor de Dios nos convierte, como
nos recuerda Pablo, en templos de Dios, en los que habita el Espíritu
Santo, el Espíritu del Amor. No es tanto un privilegio cuanto un don y
una responsabilidad. ¿Cómo habremos de comportarnos para conservar y
transmitir esa presencia en nosotros? A tenor de las palabras de Pablo
hoy, podemos hacer una observación sobre las consecuencias del
mandamiento del amor universal dentro de la Iglesia, cuerpo de Cristo.
Parece un contrasentido que, al tiempo que proclamamos la universalidad
del amor, nos dediquemos a construir capillas dentro de la Iglesia, que
compiten entre sí y se excluyen mutuamente. “Pablo, Apolo, Cefas, el
mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro” podemos entenderlo
hoy como la diversidad de caminos de espiritualidad, carismas,
movimientos, tendencias (jesuitas y dominicos, focolares y
neocatecumentales, Opus Dei y Cristianos por el Socialismo,
conservadores y progresistas…), todos, si somos cristianos, esto es, de
Cristo, hemos de trabajar por reconocernos, apreciarnos, amarnos unos a
otros, ser generosos y benevolentes unos con otros, practicando, si
procede, la corrección fraterna –corrigiendo, pero también dejándonos
corregir, para, desde esa sabiduría del amor y esa suprema libertad, dar
un testimonio concorde y unánime del único Señor y Dios al que
pertenecemos.