Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»

La imagen de la luz vuelve a centrar nuestra atención en la meditación de la Palabra de Dios. La luz, que hemos contemplado en Navidad (cf. Is 9,2; Jn 1, 4.9) y que ha empezado a iluminarnos por medio de la Palabra y su acción benéfica y curativa (cf. Mt 4, 16), se nos transmite también a nosotros, los creyentes. Esa luz nos ha iluminado para ver un mundo nuevo, que Jesús proclama por medio de las Bienaventuranzas. Participar de la bienaventuranza del Reino de Dios, significa también contagiarse de la luz: si en Jesús, hijo de Dios, nos convertimos en hijos adoptivos, y si en el bienaventurado, por ser hijo, también nosotros lo somos, y hemos de actuar en consecuencia; del mismo modo, por ser Jesús la luz del mundo (cf. Jn 8, 12), nos convertimos en luz. Pero ¿qué significa exactamente esto? ¿Acaso que los cristianos somos unos “iluminados”?

El iluminado considera que ha llegado a una meta, que ha alcanzado con su esfuerzo un nivel superior, normalmente por la vía del conocimiento. En las palabras de Jesús percibimos, por el contrario, una llamada a nuestra libertad, a nuestra responsabilidad. Somos luz y sal por gracia de Dios, por nuestra relación con Cristo. Pero, porque somos libres, podemos no ser fieles a esta gracia, ocultando la luz y dejando que la sal pierda su sabor. La luz que se oculta es una fe que se guarda en el fuero de la conciencia, que no se testimonia ni se anuncia, sobre todo, con las buenas obras; una sal que se hace sosa es como ser depositario del mandamiento del amor y no amar, portador de la esperanza y no comunicarla, ser creyente en una buena noticia, y vivirla de modo sombrío y pesimista. Si no nos esforzamos en ser luz y sal con nuestras buenas obras, que hablan de nuestro Padre, nos convertimos en cristianos de boquilla, opacos, oscuros, sosos, inútiles. Y es que, como se decía en los años 70, una iglesia (y un cristiano) que no sirve, no sirve para nada, sólo para tirarla fuera y que la pise la gente. Que no sea así, que alumbre nuestra luz, la luz de Cristo en nosotros, para que vean nuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre del cielo.