Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»
Tal vez todos nos hemos hecho alguna vez la pregunta de por qué la
Iglesia une en una misma fiesta a Pedro y a Pablo, los dos grandes
apóstoles y columnas de la Iglesia. ¿Es qué no merecen cada uno por
separado una conmemoración propia? ¿No resulta que al celebrar sus
figuras el mismo día vienen como a hacerse sombra el uno al otro? De
hecho, la Iglesia remedia en cierto modo esta situación dedicándoles a
cada uno por separado otras dos fiestas: la conversión de san Pablo (el
25 de enero) y la de la Cátedra de San Pedro (el 22 de febrero). Pero la
celebración principal, con el rango de solemnidad, es este 29 de junio,
en que los recordamos juntos.
Este hecho, que puede parecernos extraño, responde a una antigua
tradición romana, relacionada con el traslado de los restos de Pedro y
Pablo en el año 258 a una cripta en la vía Apia (donde se erigió una
basílica a los dos apóstoles, en el lugar en que hoy se levanta una
iglesia a san Sebastián) para preservarlos durante la persecución de
Valeriano. Los testimonios sobre los lugares en que reposaban
originariamente los restos de los dos Apóstoles datan de tiempos
anteriores. Sólo al llegar la paz de Constantino esos restos fueron
llevados a sus emplazamientos iniciales, donde el mismo Constantino
levantó dos templos en sus actuales emplazamientos de la colina Vaticana
(Basílica de san Pedro) y de la vía Ostiense (Basílica de San Pablo
extramuros).
Pero aquí, como tantas veces, la anécdota se eleva a categoría, y lo
que puede parecer una mera coincidencia histórica revela un significado
profundo, incluso providencial. Porque Pedro y Pablo, además de ser dos
personalidades formidables y fundamentales en la historia de la primera
Iglesia, representan dos principios esenciales e inseparables de la
Iglesia universal, de la misma fe que Cristo encargó preservar y
difundir a los apóstoles y, con ellos, a toda la Iglesia. El aparente
antagonismo entre ellos que cree descubrir una mirada superficial
esconde una profunda unidad y complementariedad.
Pedro representa la confesión firme, la roca de la fe, la seguridad en
el contenido de la misma. La fe es un acto personal de adhesión; pero no
es un acto meramente subjetivo, en el que poco importa lo que se crea,
con tal de que se crea firmemente. Pablo representa el viento, el riesgo y el arrojo de la evangelización:
el anuncio abierto universalmente de aquella fe confesada. Porque la fe
en Cristo tiene que ser primero confesada, esto es, aceptada y asimilada
hasta conformar de un modo nuevo la propia identidad.
