Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.
Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.»
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

El evangelio de este domingo quiere presentarnos a Jesús y sus señas de identidad: enseña con autoridad y libera de los espíritus inmundos.

“Se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad”, he ahí la gran novedad, Jesús hace lo que dice. No impone cargas que él luego no cumple, es la predicación con el ejemplo, la voz del testimonio, la autoridad por contagio que nace de la autenticidad de vida. Nosotros, la sociedad y la Iglesia tenemos mucho que aprender, cuando basamos nuestra autoridad en el Derecho Canónico, las normas, la ortodoxia, lo que siempre se ha hecho, la disciplina, la ley, el orden. Por eso muchas veces el poder en la Iglesia, no tiene autoridad efectiva entre los fieles, porque nuestras palabras no tienen el respaldo de nuestra vida. O como dice la primera lectura del Deuteronomio, tenemos la osadía: “De decir en nombre de Dios lo que Dios no ha dicho, o hablar en nombre de dioses extranjeros”, el dinero, la connivencia con los poderes de este mundo, la comodidad, la desidia, nos hacen perder autoridad y tener miedo a decir todo lo que propone el Evangelio.
“Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”, es una autoridad que libera al hombre. Marcos subraya la eficacia de la palabra de Jesús que manda a los espíritus inmundos y estos le obedecen. No hace ningún rito mágico, simplemente ordena al mal que deje en libertad a aquél hombre: “Cállate y sal de él”. Entre los espíritus impuros y Jesús existe una total oposición: “¿Qué quieres de nosotros, has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Él puede ordenar porque está libre de la corrupción, pues es el Santo de Dios. El mundo del mal no puede resistir ante la santidad evangélica.

Si nosotros queremos vivir hoy este Evangelio como una realidad, debemos partir del convencimiento de que nuestra santidad de vida es la única forma de acabar con la corrupción de la Iglesia y de la sociedad en general. Tenemos un mensaje valioso, debemos cuidarnos los mensajeros. La sociedad y la Iglesia serán regeneradas, no agrediéndolas con la dura ley, el dogma, el ordeno y mando…, sino introduciendo en ellas el germen de comunidades que vivan sencillamente del Espíritu (espiritualidad viene de Espíritu), sin temor y con energía. Sin esa santidad evangélica, son inútiles tantas palabras, declaraciones, cartas pastorales, que quieran mostrar una autoridad ante los fieles; sólo los santos (así se debía llamar a los primeros cristianos) pueden renovar la Iglesia y la sociedad en profundidad. Lo más urgente para evangelizar es que la Palabra se encarne en la vida de nosotros los creyentes y en la ejemplaridad de la Iglesia.