En aquel tiempo, fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan
para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo, diciéndole: «Soy
yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?»
Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.» Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.»
Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.» Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.»
La liturgia, nos invita una vez más a recordar nuestro bautismo. La
verdad, que es el primer sacramento y por el cual accedemos a la
Iglesia, pero quizás, sea del que somos menos conscientes y no sólo
porque lo recibimos de niños. El bautismo de Jesús no es una anécdota
más en su vida, en este momento está presente toda la Santísima
Trinidad: el Padre que habla desde el cielo, el Espíritu Santo en forma
de paloma, que se posa sobre el “predilecto”. Está claro, que es el
elegido para una misión específica, y nosotros: ¿no debemos pensar que
nuestro bautismo es un proceso que nos compromete a seguir al Hijo?

Estar bautizado exige asumir una misión y una identidad, ésta no se
puede adquirir cuando se es niño, por eso necesita un acompañamiento,
durante las diversas etapas de la vida.