En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o
a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a
su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me
sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que
pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me
recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que
recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que
recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a
beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos
pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo
aseguro.»
Las palabras de Jesús en el Evangelio nos dan la razón profunda por la
que la hospitalidad se convierte para el cristiano en algo más que una
norma o una tradición. Jesús nos dice que recibir al que se acerca a
nosotros, abrirle nuestra casa y nuestra amistad es como recibirle a él.
Esa es la clave. Jesús mismo es el que pasa por delante de nuestra
puerta y de nuestra vida. Jesús es el que nos llama y nos pide albergue.
En nuestro mundo, sin embargo, esta tradición de la hospitalidad se va
perdiendo. Los otros, los desconocidos, que son la inmensa mayoría, los
vemos, casi por principio, como una amenaza para nuestra tranquilidad,
para nuestra paz. Los periódicos están llenos de noticias de asesinatos,
robos y otras fechorías. La televisión nos trae también casi a diario
imágenes preocupantes. Todo contribuye a crear un ambiente en el que
desconfiar del desconocido que se nos acerca nos parece lo más natural.
Valoramos mucho, quizá demasiado, nuestra seguridad, nuestra paz,
nuestras cosas. Terminamos comprando armas y alarmas para protegernos y
poniendo vallas alrededor de nuestras casas. Las naciones hacen lo
mismo. Se refuerzan las fronteras y los ejércitos se arman hasta los
dientes. No nos damos cuenta de que así no hacemos más que poner de
manifiesto nuestra propia inseguridad y lo que hacemos, en el fondo, es
provocar más violencia. De alguna manera, nos parecemos a los animales
que atacan porque tienen miedo.
Jesús nos invita a no vivir tan centrados en nosotros mismos. Eso es lo
que quiere decir cuando habla de que debemos “perder nuestra vida”.
Jesús nos pide que dejemos de mirarnos a la punta de nuestra nariz, a
nuestros problemas y abramos la mano al vecino, aunque piense diferente,
sea de otra raza, lengua o religión. Nos encontraremos que no es más
que una persona, con parecidos problemas a los nuestros, y descubriremos
que juntos podemos ser más felices que separados por barreras y armas.
Pero hay algo más. Desde nuestra fe, sabemos que ése que tenemos
enfrente, por amenazador que parezca, es nuestro hermano. Es Cristo
mismo. ¿Le esperaremos con un arma en la mano?