En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se
las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido
mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que
el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo
se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque
mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

Lo mismo que pasaba en aquel país se puede decir de nuestra realidad
personal, familiar o social. Presentamos una hermosa fachada, cubrimos
las apariencias, pero detrás y debajo se esconde la verdad de nuestra
vida, que a veces es muy diferente, negra, oscura e infeliz. Hoy Jesús
nos invita en primer lugar a abrir los ojos a nuestra realidad, a no
negar lo que no nos gusta de ella, a asumir que hay partes de nuestra
vida que no son brillantes, ni están llenas de luz ni nos hacen sentir
felices. Y luego nos invita a todos a acogernos a su compasión y su
misericordia. Los que nos sentimos cansados, los que no terminamos de
encontrar sentido a este mundo tan hipócrita y violento, los que,
confusos, vemos que nos quedamos cortos de esperanza y largos de
tristeza, todos estamos invitados a acercarnos a Jesús. Porque su “yugo
es llevadero” y su “carga, ligera”. Ése es el Evangelio que se ha
revelado a la gente sencilla, a los que son capaces de abrir su corazón,
y reconocer que, al final, dependemos de él, de Dios, porque sólo de él
nos puede llegar la verdadera paz, el auténtico consuelo, el seguro
descanso.