En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los
saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le
preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento
principal de la Ley?»
Él le dijo: «"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser." Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»
Él le dijo: «"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser." Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»
La pregunta del fariseo estaba llena de mala intención. Para ellos
todos los mandamientos eran igualmente importantes. Todos debían ser
cumplidos con el mismo rigor. Aquel fariseo, al preguntar a Jesús cuál
era el mandamiento más importante, quería ponerlo en dificultades. Pero
Jesús no tuvo miedo y respondió con claridad: todo se resume en dos
mandamientos, amar a Dios y amar al prójimo. No hace falta más. Todas
las demás normas dependen de estos dos mandamientos mayores. Y eso que
escucharon con sorpresa los fariseos, nosotros tenemos que tenerlo hoy
también presente. Todos nuestros deberes como cristianos se resumen en
esos dos mandamientos: amar a Dios y amar a los hermanos.
Pero, además, son dos mandamientos que están conectados entre sí.
No son dos normas separadas e independientes. Más bien uno es condición
del otro. O mejor el segundo es condición del primero. Sólo el que ama a
sus hermanos ama a Dios. Y el que no ama a sus hermanos no ama a Dios
por más que vaya muchas veces a misa o rece muchas oraciones o lea mucho
la Biblia. Así que los dos andan bien juntitos y no se pueden separar.
Y luego está el siguiente paso: aplicar esos mandamientos, sobre
todo el segundo, el del amor a los hermanos, a nuestra vida práctica, a
la vida diaria, a las relaciones con nuestros hermanos, con nuestra
familia, con los amigos, con los compañeros del trabajo. Para saber
hacer esa aplicación nos puede servir de ayuda la primera lectura de
este domingo. En ella se nos dice que Dios quiere que se cuide
especialmente de los extranjeros, de los huérfanos y de las viudas, de
los pobres, de los que no tienen nada con que cubrirse. La lectura
termina afirmando que cuando el pobre clame a Dios, “yo lo escucharé
porque soy compasivo”. Es decir, amar a los hermanos, supone tener un
especial cuidado de ellos en todas sus necesidades, especialmente de
aquellos que son más pobres, más débiles, más indefensos. Atenderles,
servirles, devolverles su dignidad, respetarlos, acompañarlos, eso es
amar a los hermanos. Sólo el que hace eso –o al menos lo intenta
seriamente– puede decir que ama a Dios.