En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme.»
Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.»
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.»
Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio.»
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio.
Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.»
Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo, se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
La lectura del Levítico 13, 1-2 nos pone en situación
ante lo que va a acontecer en el Evangelio (Mc 1,4045). Tocamos el tema de la lepra y los leprosos. La
ley levítica somete al enfermo de lepra a una vida totalmente segregada de la
comunidad. El leproso ha de cargar con el peso de saberse castigado o maldecido
por Dios, dado que padece enfermedad, y además declarado impuro y excomulgado de la vida de la comunidad. Eran poco menos que
muertos vivientes. No es el momento de juzgar la ley, pero en aquel momento
tenía un sentido sobre todo profiláctico para salvar la comunidad de lo que se
suponía altamente contagioso. Al leproso no se le podía tocar bajo pena de caer
también en im puro y excomulgado. Esa era la ley y así se vivía en los tiempos
de Jesús. El evangelio nos narra la actividad de Jesús al que casualmente se le
acerca.
un leproso.
La casualidad debe ser buscada o por lo menos no excluida porque Jesús pasa por
la zona y se acerca al mundo de los marginados. El leproso no pierde la
ocasión. Ciertamente el personaje había oído hablar de Jesús y en él había
brotado una esperanza, quizás interesada, ante los hechos de Jesús. Y se le
acerca y le pide con decisión y fe: Si quieres, puedes curarme. Casi nada. Él
abre el diálogo con Jesús, cuando debía gritar: “Impuro, impuro”. Se salta la
ley ante la presencia del que puede traer salud a su vida. Es casi la misma actitud
del buen ladrón en la cruz. Todo depende de Jesús. Jesús responde, en primer
lugar no huyendo o marchándose, como le indicaba la ley. Y para más “inri” toca
con su mano la cabeza o el cuerpo del impuro. Automáticamente cae en impureza
legal. Esto traerá como consecuencia que no pueda volver a entrar en los
pueblos. Después responde a la petición con un “quiero, queda limpio”. El
querer de Jesús obra la curación de aquel desgraciado. Se junta el querer del
leproso y el querer de Jesús. El gesto de Jesús nos hace ver que Dios no anda
despistado ante el dolor del mundo o el mundo del dolor. Dios está cercano, se
hace solidario con el enfermo y lucha contra la enfermedad. Dios quiere la
salvación de todos los hombres y los quiere unidos en asamblea o como miembros
de un solo pueblo. Los quiere que vivan iguales entre iguales en la calidad de hermanos.
Jesús envía al leproso a aquel que le
podía declarar puro y reintegrar en la comunidad. No basta con la salud
corporal, sino que también hace falta restaurar la relación con los hermanos.
Los hombres no somos islas sino que vivimos con los demás y para los demás. La
gente no es tonta. Jesús no entra en los pueblos, pero al profeta se le
puede
encontrar en los márgenes o en las afueras. Y hacia él van buscando sanación,
salvación y vida.