En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. Me las ha dado mi Padre, y él es superior a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi padre. El Padre y yo somos uno”.
No es ésta la única vez que Jesús se compara con un pastor, seguramente también recordemos aquel otro Evangelio en el que el pastor se desvive por encontrar y rescatar a su oveja que se ha perdido. Y es que los pastores cuidan de sus ovejas de una manera especial. Si alguna vez habéis tenido la oportunidad de ver a uno con su rebaño, habréis comprobado que las ovejas le siguen ciegamente y obedecen a su voz, porque su instinto las dice que de esta manera encontrarán buenos pastos y estarán a salvo.
Resulta entrañable que Jesús se describa como pastor y se refiera a nosotros como sus ovejas, porque de esta manera establece con nosotros una relación muy diferente de reconocimiento mutuo y protección. ¿Habéis comprobado alguna vez la tranquilidad que da que alguien nos conozca? Cuando estamos con alguien que nos conoce no tememos los juicios, ni que no nos entiendan; más bien esperamos comprensión, apoyo, que entienda los porqués… Y Jesús afirma que nos conoce. No es un pastor que imponga sus criterios, sino que quiere conducirnos, alimentarnos, darnos lo que necesitamos…
Nosotros también debemos aprender a conocerle y a confiar en Él. Lo hacemos y escuchamos su voz cuando nos acercamos a la Palabra y cuando, cada día, intentamos hablarle, orar con Él. Si logramos esto seremos realmente sus ovejas. Y como ovejas nos dejaremos llevar casi sin esfuerzo, sin que nadie nos lo pueda arrebatar, hacia eso que el Padre le ha dado y es más grande que todo. Así lo dice su Palabra en la que nosotros creemos.