[...] Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.» [...]
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El diálogo pasa en seguida del agua material que calma la sed física a esa otra agua que da la vida. Aquella mujer no era tonta y se da cuenta de que está frente a un conflicto religioso. ¿Dónde está el Dios verdadero, en este monte o en Jerusalén?
La samaritana entonces aprendió que adorar al Padre en espíritu y en verdad está por encima de las fronteras, de las razas, de las tradiciones. Aprendió también que lo del “agua viva” no era cuestión de tener un cubo más grande sino de aprestar el corazón a abrirse al hermano para compartir lo que Dios nos ha regalado, un amor desmesurado e insaciable que compartir con los demás. Pero, ¿tiene vida el amor que no se comparte, que no se expande?
Debemos compartirlo, y entonces encontraremos en Jesús el agua viva que nos mantiene unidos, que nos reúne en la esperanza y que multiplica el amor entre nosotros, ¿lo sientes?