Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba: «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
Él les replicó: «¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron: «Moisés Permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio.»
Jesús les dijo: «Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios "los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne." De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.»
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.»
Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.


La Palabra de Dios plantea hoy la espinosa cuestión de la legitimidad del divorcio, sometida a amplio debate, incluso dentro de la Iglesia. Ya suscita reparos el relato al que recurre Jesús para recordar el designio originario de Dios sobre el matrimonio, pues se ve ahí una forma de “patriarcalismo”, que somete a la mujer a la dependencia del varón. 

La respuesta de Jesús a los fariseos y a nosotros mismos, que también le preguntamos con algo de incredulidad, nos abre el horizonte de un don incondicional que hemos recibido de Dios y de una responsabilidad para la que, en principio, es verdad que con algo de sufrimiento, nos da los recursos suficientes. El principal recurso es Él mismo, que se nos ha dado hasta el final y sin reservas, que ha padecido la muerte para bien de todos.