Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama.» Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.» Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

He aquí una típica situación de marginación: al borde del camino se encuentra un hombre que, por ser ciego, es pobre y dependiente y, a diferencia de los demás, no puede caminar por sí mismo. La marginación de cualquier tipo es un fenómeno siempre incómodo. Y no sólo para quien la sufre, sino también para los demás, para los “normales” que pasan de largo por el camino mirando hacia otra parte. Los marginados de cualquier tipo, gritan y molestan. Imploran ayuda y nos ponen en cuestión. El propio confort y seguridad se hacen molestos ante el rostro inquietante de la marginación. Una forma de esquivar esta incomodidad es hacerse sordo a sus gritos, hacerlos callar, como hacen “muchos” de los que caminaban alrededor de Jesús, que tratan de que, además de ciego, el pobre se haga mudo. Una forma de acallar esos gritos es, por ejemplo, convertirlos en “un problema” abstracto, anónimo, sin nombre y sin rostro.

Cada uno de nosotros puede reconocerse en el ciego Bartimeo. Todos tenemos nuestras cegueras, nuestras limitaciones (físicas, intelectuales, psicológicas, morales), nuestras dependencias, que nos marginan de un modo u otro. Podemos conformarnos con resignación e imponernos silencio a nosotros mismos. Pero Jesús pasa a nuestro lado y tenemos que tener el valor de dirigirnos a él, de gritarle nuestra necesidad. Quién sabe la cantidad de “curaciones” que nos hemos perdido en nuestra vida por no haber sido capaces (por temor a las reacciones de los demás, o por parálisis interior, o por orgullo o pereza…) de dirigirnos a Cristo con fe. Bartimeo nos invita hoy a orar con insistencia, a acudir a Jesús y gritarle nuestra necesidad, a no conformarnos con nuestras cegueras, nuestros horizontes estrechos y limitados. Jesús nos escucha, nos deja hablar y expresarnos: ¿por qué perder la oportunidad de abrir ante él, sin temor, con confianza, esto es, con fe, nuestro corazón, nuestras necesidades, nuestros deseos y nuestras esperanzas, para que él, escuchándonos, nos ponga en pie y nos cure, dándonos la oportunidad de caminar por nosotros mismos y en su seguimiento?