Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa.»
Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales.
Llamando a sus discípulos, les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»

El libro Guiness de los récords merecería constar en ese mismo libro, porque constituye, él mismo, un verdadero récord, el de la vacuidad (por no decir, el de la estupidez). Este libro es un monumento al culto de la magnitud, que hace de la cantidad la medida de la calidad. La cantidad, la magnitud y el tamaño, desde luego, se imponen a la mirada. Para aquellos, que, como los escribas en el Evangelio de hoy, lo importante es hacerse notar, que los vean y reverencien, la cultura del récord es, sin duda, idónea, sobre todo, si no tienen otra cosa que mostrar que le mera apariencia externa (en este caso, religiosa). Para esta mentalidad y este modo de vida, en el que lo importante es el continente y no el contenido, si no te ven y reconocen es como si no existieras, aunque sea altamente probable que esa existencia esté vacía por dentro. Porque, por poner un ejemplo chusco, ¿qué interés puede haber en hacer la tortilla más grande del mundo (excepto el de que te inscriban en el dichoso libro), si luego resulta que esa tortilla no es la más rica del mundo, que es lo que, hablando de tortillas, realmente interesa?

Esta obsesión por ser los primeros y los más grandes revela la pérdida del sentido de lo que realmente vale. Y es que lo que vale de veras no se puede medir cuantitativamente. Y medir la calidad, por más que sea posible, es bastante más difícil. La tortilla más rica del mundo es la que le hace la madre a su hijo, y sólo él, al comérsela, es capaz de captar ese valor que no admite cuantificación.

En realidad, no importa mucho ser grande y famoso, ocupar cargos muy importantes y estar en el candelero público, cualquiera que sea el ámbito de actividad del que se trate (la política o la economía, el deporte o el arte, la religión o la ciencia). Estar en la cumbre, al final, es algo no sólo accesorio, sino con frecuencia también casual y dependiente de factores que escapan a nuestro control. ¡Cuántas veces son meras combinaciones de circunstancias las que encumbran al mediocre o al incompetente! Pero, incluso el que está en la cumbre de cualquier ámbito de la vida humana por méritos propios, por su propia excelencia, no puede olvidar que hay cumbre porque hay una base y todo un cuerpo de la montaña, sin los que él mismo no sería nada.

Así que lo importante no es dónde está uno y si llega o no a ser famoso: todo eso es polvo que se lleva el viento. No importa ser un político reconocido, o un gran médico, o un artista, o un científico, o deportista de fama, sino ser un auténtico político, ocupado del bien común (como un sencillo alcalde de aldea), un verdadero médico, entregado a la salud de sus pacientes, un auténtico artista o científico o deportista, consagrado de corazón a la propia actividad. Es decir, lo importante es hacer cosas buenas y hacerlas bien, con el corazón, con convicción y autenticidad. La obra bien hecha, esto es, hecha en conciencia, por convicción, con generosidad lleva en sí misma su propio premio y es independiente de que obtenga o no el reconocimiento social. Si éste viene, bienvenido sea, pero no depende de él el que nos dediquemos a la obra buena y perseveremos en ella. Y es que la vida humana está hecha en su mayor parte de hechos y situaciones menudas, aparentemente insignificantes, pero en las que vamos hilando, para bien o para mal, la trama de nuestra existencia. Es en la fidelidad de lo pequeño, como nos recuerda Jesús en otros momentos (cf. Mt 25, 21-23), en donde se deciden y se fraguan las grandes fidelidades.