En el pórtico de la Semana Santa la liturgia pone ante nuestros ojos dos
cuadros contrapuestos, casi contradictorios. Por un lado la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén, que da nombre a la solemnidad de hoy,
“domingo de Ramos”; por el otro, la Pasión y Muerte de Nuestro Señor
Jesucristo. Lo hace para recordarnos que el triunfo de Jesús no es un
triunfo según los criterios humanos. Al contrario, se trata del ingreso
triunfal que precede a lo que, según esos criterios, es una completa
derrota.
Los dos textos que cada año enmarcan la lectura dramatizada de la Pasión nos ayudan también a descubrir el
sentido de los acontecimientos que vamos a contemplar. Por más que
muchos de los discípulos que acompañaban a Jesús a Jerusalén, si no
todos, esperaban otro desenlace de esa entrada, lo que sucedió después
estaba anticipado por los textos proféticos. ¿Cómo decir al abatido una
palabra de aliento, si no es participando realmente de ese abatimiento?
Si Jesús hubiera triunfado humanamente, se hubiera convertido en un
líder más de esos que prometen el paraíso en la tierra a los pobres y
marginados, a los enfermos y a los que sufren, pero que no conocen en
primera persona esas situaciones, sino que, en nombre de su importante
misión, viven alejados de ellas y, de paso, se dan buena vida… No, Jesús
es un Rey y Mesías que toma sobre sí el abatimiento y el sufrimiento
humano, y se hace compañero de camino de todos los que sufren (y ¿quién
no sufre de un modo u otro?), para hacerles sentir la ayuda de Dios,
para hacerles saber que no quedarán defraudados.
Cada uno debe hacer suyo este camino lleno de sugerencias y matices. En lo que sigue, sin pretender ser exhaustivos, nos limitamos a hacer algunos subrayados.