En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las
conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán
para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha
dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.
Yo y el Padre somos uno.»
Si los domingos anteriores nos han enseñado que el lugar de aparición,
donde se puede ver al Señor resucitado, es la comunidad de discípulos, a
la que se accede por medio del Bautismo, y que se reúne en torno a la
Eucaristía, hoy se nos ilumina una nueva presencia del Resucitado. El
Buen Pastor, que conoce a sus ovejas por su nombre y las llama y ellas
escuchan su voz y se preocupa de ellas, las protege y les da vida. Se
nos habla de una presencia concreta, de una preocupación “encarnada” de
Dios y de Jesús por los suyos. Después de meditar en la comunidad
eucarística de los bautizados en la muerte y resurrección de Jesucristo,
es necesario fijarse en aquellos que, en nombre de Cristo, se
(pre)ocupan de la comunidad y administran los sacramentos. El magisterio
y el ministerio del Buen Pastor se prolonga en la Iglesia por medio de
los pastores, elegidos por él para preocuparse de su pueblo, guiarlo con
su magisterio, comunicarle la Palabra del único Pastor, servirle los
sacramentos que nos ponen en contacto con Él.