Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los
discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
La solemnidad de Pentecostés cierra el largo ciclo del tiempo pascual
(que hace unidad con el tiempo de Cuaresma). Podemos tener la sensación
de que el don de Espíritu Santo es algo que acontece “al final” de este
tiempo extraordinario, y que vendría a atemperar la sensación de
orfandad por la ausencia terrena de Jesús. Pero, si escuchamos con
atención la Palabra que Dios nos ha dirigido hoy, podemos entender que
no es exactamente así. Pablo nos recuerda que “Nadie puede decir: ?Jesús
es Señor?, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Por tanto, si
durante el tiempo pascual hemos podido ver a Jesús resucitado, y lo
hemos reconocido como Señor y Mesías, significa que el don del Espíritu
Santo ya ha estado actuando en nosotros. Y su actuación no permite que
nos sintamos huérfanos, sino, al contrario, nos reviste del Espíritu de
filiación que clama en nosotros “¡Abba! ¡Padre!”. El
sentido inevitablemente cronológico de la liturgia no debe llevarnos a
engaño. Los tiempos de Dios no son como los nuestros.