Con el corazón en el domingo: Santísima Trinidad

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.

 Los misterios no son enigmas. Estos últimos son planteamientos artificiales o situaciones más o menos naturales cuyo sentido se encuentra escondido y resulta de difícil comprensión, pero que con observación, un poco de agudeza e ingenio se pueden resolver. Todos conocemos el célebre enigma de la Esfinge, que resolvió Edipo, salvando así su vida y labrando al tiempo su propia desgracia. Los misterios, en cambio, pueden no tener nada de extraño, pueden ser realidades totalmente habituales y, sin embargo, no se pueden “resolver”, en el sentido de que no se pueden “disolver”, no se pueden reducir a una fórmula que deshace su secreto; el misterio puede entenderse sólo si se lo respeta como tal. 

La vida es un misterio, y el enigma biológico de su fórmula genética no puede desplazar el sentimiento de asombro ante la vida, especialmente ante la nueva vida, por ejemplo, de un niño recién nacido. Tampoco el enigma de la estructura subatómica o el de la expansión del universo pueden, una vez resueltos, explicar por qué hay ser y no, más bien, la nada. Lo mismo cabe decir de la inteligencia y la voluntad libre. No digamos ya, del misterio del amor. ¿Por qué una persona se enamora precisamente de esta otra, y siente que, pese al cúmulo de casualidades que han cruzado sus caminos, está como predestinado a compartir con ella su vida del todo y hasta el final? Quien quiera explicar este misterio resolviendo enigmas biológicos o psicológicos, tendrá que explicar además el enigma de su propia miopía mental.
 
El misterio de la Santísima Trinidad no es un enigma. Mucho menos es un enigma matemático que pretende una imposible ecuación numérica (que uno es igual a tres, o algo similar). Tampoco se trata de un misterio puramente teórico, una especie de rompecabezas teológico propuesto para poner a prueba nuestra fe, o, tal vez, nuestra credulidad. Todo en el mundo tiene, desde luego, un lado teórico, y el Dios trinitario también: no en vano es objeto de la reflexión teológica. Pero no es ése su aspecto más importante.
El misterio de la Trinidad es una verdad de fe que Dios ha ido revelando poco a poco, a lo largo de toda la historia de la salvación, y que se ha ido entrelazando, ante todo, con la experiencia religiosa viva del hombre, primero en Israel, y después y de modo definitivo, con el advenimiento de Cristo.