Con el corazón en el domingo

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.» Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.

Jesús es mucho más. No sólo devuelve la vida a los muertos (como Elías), sino que en esos milagros está profetizando y anticipando su propia muerte: él es el Hijo único que, en la plenitud de la vida, la entrega libremente por amor y, de esta manera, destruye definitivamente el poder de la muerte e ingresa en una vida nueva, en la que ya no muere más, porque la muerte ya no tiene dominio sobre él (cf. Rm 6, 9). Y esa vida nueva no es un horizonte futuro más o menos incierto, sino que está ya presente entre nosotros, los creyentes en Cristo Jesús, pues él mismo está viviendo en medio de nosotros. Podemos vivir las primicias de la vida nueva del resucitado por medio de la fe y de las obras del amor. La muerte radical, no la meramente biológica, fruto del pecado, nos exilia de Dios, fuente de la vida. Y Jesús, con su encarnación, muerte y resurrección nos ha reconciliado con Él, nos da la oportunidad de vivir en comunión con Él.

La llamada de Jesús al joven hijo de la viuda de Naín es una llamada a la conversión y a la vida nueva dirigida a todos. Pablo también la oyó, pues su conversión fue un pasar de la muerte a la vida, de una forma de entender la religión que le llevaba a perseguir y quitar la vida a los demás, a otra en que tenía que estar dispuesto a ser perseguido y a dar su propia vida por Cristo, por los hermanos, por la Iglesia, por la salvación de todos. También Pablo, como el muchacho del Evangelio, se ha puesto en pie, ha madurado, se ha puesto al servicio.

Cada uno de nosotros tiene que sentir hoy esas palabras como dirigidas a sí mismo en la particular situación en que cada uno se encuentre. Jesús nos llama a no vivir en la postración, a no dejarnos vencer por la muerte que supone el pecado, el egoísmo, el vivir sólo para sí; nos llama a madurar como personas y como cristianos, a vivir de acuerdo con nuestra propia vocación; nos llama a levantarnos y ponernos en pie, a vivir proféticamente, en la vida nueva de la Resurrección, haciendo signos de vida, compadeciéndonos, acercándonos a los que sufren, entregando nuestra propia vida por amor, como testimonio de que alguien que es más que un gran profeta, el hijo de Dios y Mesías, ha surgido entre nosotros y nos está llamando.