En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les
dijo: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y
a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a
sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de
mí no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere
construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver
si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede
acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: "Este
hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar." ¿O que rey, si
va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con
diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y
si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir
condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus
bienes no puede ser discípulo mío.»
El evangelio de hoy comienza con unas palabras enigmáticas, casi
escandalosas, que parecen contradecir, no sólo el espíritu del evangelio
mismo, centrado todo él en el mandamiento nuevo del amor, sino,
incluso, los (viejos) mandamientos de la ley de Dios, que, en el cuarto
de ellos, nos mandan honrar padre y madre. Al exponer las condiciones
para ser discípulos suyos, Jesús dice que para ello es preciso “odiar” a
padre, madre, mujer (marido), hijos, hermanos y hermanas, incluso a sí
mismo. Es verdad que el texto en español que hemos leído está
edulcorado, y no dice “odiar”, sino “posponer”. Si leemos diversas
traducciones de este pasaje, podemos encontrar términos tan variados
como “odiar” (así, por ejemplo, la Biblia de Jerusalén), posponer,
despreciar, etc. La versión griega usa, de hecho, el verbo “miseo”, que
significa literalmente odiar. ¿Es que la fe y el amor a Jesús y a Dios
conllevan un conflicto con las relaciones humanas, precisamente, las más
inmediatas, de modo que elegir la fe y el amor a Dios implica renunciar
o, al menos, dejar en segundo plano aquellas?
Efectivamente, Jesús nos llama a una elección radical y sin componendas,
que significa ponerlo a él en un primer lugar absoluto, en la cumbre de
los afectos y de las preferencias. Sólo de esta forma radical y sin
medias tintas es posible seguirle de verdad, ser realmente discípulo
suyo. Pero esta preferencia radical y exclusiva, que conlleva “posponer”
hasta los lazos afectivos más inmediatos, no significa una disminución o
debilitación del amor que debemos a los nuestros, a nuestros padres,
hermanos, mujeres o maridos, hijos, etc. Al contrario, la elección
absoluta a favor de Jesús como nuestro único Señor y Maestro sana,
purifica y fortalece nuestra capacidad de amar a todos, y también a los
más cercanos, porque le da una medida nueva. Esa medida es,
precisamente, el mismo Cristo y el amor con que nos ha amado.