En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: «Auméntanos la fe.»
El Señor contestó: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: "Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"? ¿No le diréis: "Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer."»
El Señor contestó: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: "Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa"? ¿No le diréis: "Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: "Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer."»
“En algo hay que creer” es una expresión que se repite frecuentemente y
que, pese a ser tan imprecisa y desvaída, encierra una gran verdad. Todo
ser humano cree de hecho en algo, en el sentido de que tiene su
confianza puesta en ese algo que le da orientación y sentido. Incluso
los que no creen, esto es, los que carecen de fe religiosa, son a su
manera creyentes, creen en “algo”, creen (y son frases que posiblemente
todos hemos oído alguna vez) en la libertad, en la justicia, en el
progreso o en la ciencia. Porque, de hecho, en la vida humana, es
imposible traducirlo todo a evidencias inmediatas y hay que dejar
siempre un espacio a la confianza en ese “algo” que no es objeto de
certeza actual o experiencia directa, sino de deseo y de esperanza.
Hasta los positivistas más acérrimos, que dicen confiar sólo en la
ciencia positiva, hacen con ello profesión de una cierta fe, pues
confían (sin evidencia) en que la ciencia irá desvelando en el futuro
todos los misterios de la naturaleza.
La relación que los discípulos de Jesús tenían con él era una relación
de fe. No eran sólo aprendices de una doctrina o de una cierta forma de
vida, sino que estaban ligados al Maestro por una relación de profunda
comunión vital, que implicaba reconocer y confesar en él al Mesías de
Dios. Más allá de la evidencia de su realidad humana, sus palabras y sus
hechos invitaban a una actitud fiducial: creer que en él se cumplían
efectivamente las antiguas promesas contenidas en la ley y los profetas.
Los discípulos habían sido testigos en numerosas ocasiones de cómo
Jesús alababa la fe de aquellos que le pedían curación, liberación o
perdón. Posiblemente sentían que la fe que profesaban por el Maestro se
tambaleaba a veces, especialmente cuando experimentaban la enemistad y
las amenazas que provenían de gentes dotadas de autoridad y prestigio. Y
es que, efectivamente, la fe se pone a prueba ante las dificultades de
todo tipo que nos rodean.
En el texto evangélico podemos tener la impresión de que tras la breve
catequesis sobre la fe, Jesús cambia de tercio y se pone a hablar de
algo totalmente distinto. Pero, en realidad, existe un profundo vínculo
entre las dos enseñanzas. Si, como hemos dicho, la fe se alimenta de la
palabra de Jesús escuchada, acogida y puesta en práctica, la alusión al
servicio no es casual. La fe no es una confianza pasiva, sino que nos
pone en pie y nos hace vivir activamente, actuar.