En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que
orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez
en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la
misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia
frente a mi adversario." Por algún tiempo se negó, pero después se dijo:
"Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me
está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la
cara."»
Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
La pregunta con la que termina Jesús hoy su breve pero densa
catequesis sobre la oración es inquietante. Vivimos tiempos en los que
parece que, al menos en nuestro mundo occidental, la fe va
enflaqueciendo, disminuyendo a ojos vista, convirtiéndose en algo
marginal incluso, para muchos, exótico y estrambótico. Pero Jesús no
pregunta si cuando vuelva encontrará fe en la tierra, sino precisamente esta fe.
No le preocupan sobre todo las estadísticas religiosas, la cantidad de
los que se declaran creyentes y van a la Iglesia, pues su pregunta se
refiere más a la calidad (¿encontrará esta fe?) que a la cantidad (¿encontrará fe en general?).
Se trata de si, más allá de los datos sociológicos, será posible
encontrar esa fe de los que confían de verdad en Dios, de los que creen
que Dios escucha sus ruegos y hace justicia a los que le gritan día y
noche.
Esta afirmación tajante de Jesús suscita en muchos de nosotros una
cierta desazón, pues si no fuera porque lo dice Jesús, nos sentiríamos
inclinados a impugnarla o, al menos, a rebajar mucho su alcance. Todos
podríamos ofrecer evidencias en contrario: la experiencia del silencio
de Dios, que parece no escuchar nuestros ruegos, que no los responde,
incluso cuando están hechos de manera desinteresada, en sintonía con el
espíritu cristiano y con la fe de la Iglesia. El silencio de Dios
resulta a veces desesperante.
Posiblemente los propios discípulos de Jesús tenían en ocasiones una
impresión parecida. No es difícil imaginar que ellos oraban
cotidianamente con Jesús y en torno a Él: entonaban salmos y cantaban
himnos, también unirían sus voces a la de Jesús para elevar a Dios la
plegaria del Padrenuestro que Él mismo les había enseñado. Y, pese a
todo, no dejaban de experimentar las dificultades de la vida, las
penurias del seguimiento, las oposiciones, acompañadas de fuertes
amenazas y peligros. Y puede ser que se plantearan más de una vez,
incluso en voz alta, la duda de si ese buen Dios y Padre del que les
hablaba Jesús estaba realmente pendiente de ellos, pendiente de Aquel
que se decía Hijo y enviado suyo.