Con el corazón en el domingo: II de Cuaresma

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

En mitad del camino a Jerusalén, es decir, camino de su Pasión, Jesús protagoniza un episodio realmente inaudito: sube a la montaña con tres de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, y se transfigura ante ellos. Un momento luminoso, en el que todo se ve claro, y en el que uno (como lo expresan las palabras de Pedro) quisiera permanecer para siempre. Posiblemente todos hemos tenido en nuestra vida estos momentos de luz: en nuestras relaciones, en nuestro trabajo, también en nuestra fe. También nosotros hubiéramos querido hacer una tienda para permanecer para siempre en esa situación de claridad y de luz. Pero estos instantes de luz deben servir para resistir en los momentos de dificultad, que siempre se dan también en la vida, en todos esos ámbitos: en nuestras relaciones, en el trabajo, en la fe. También en la experiencia de Jesús y de sus discípulos encontramos esta dinámica, tan humana y, por eso, tan propia de la vida cristiana, de la fe en el Dios humano, en el Dios encarnado. La montaña es lugar de manifestación de Dios. Como lo fue el Sinaí, y hoy lo es el monte Tabor, mañana será el “monte de la calavera”, el Gólgota. No todas las manifestaciones de Dios son igualmente fáciles de aceptar. Pero los momentos de luz se nos dan, precisamente, para permanecer fieles cuando las cosas se ponen feas.

La Cruz de Cristo es una realidad que se prolonga en la historia de muchas maneras: en “los pequeños hermanos de Jesús, que pasan hambre y sed” (cf. Mt 25, 40), en los sufrimientos de los creyentes, que “completan en la propia carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (cf. Col 1,24) y además, como dice hoy la carta a Timoteo, “tomando parte en los duros trabajos del Evangelio”: anunciar el evangelio y dar testimonio de Cristo, algo que compete a todos los creyentes, no es sólo propagar una doctrina, sino participar activamente en el modo de vida de Jesús y, en consecuencia, también en su destino. Por eso, también nosotros, cualesquiera que sean las dificultades que experimentamos en esta vida, estamos llamados a participar de la luz de Cristo transfigurado y a recibir fuerzas de esa luz. Hemos contemplado a Jesús transfigurado para que, como Pedro, Santiago y Juan, como todos los discípulos, podamos ser fieles a los momentos de luz cuando llegue la oscuridad.

Pero, podemos preguntarnos, ¿cómo podemos nosotros subir a la montaña y contemplar esta luz? Si queremos ser iluminados, tenemos que acoger y cumplir lo que la voz que se oyó en aquel monte nos dice: “Escuchadle”. En la escucha de la Palabra, de Cristo mismo, que lleva a plenitud la Ley y los Profetas, nos dejamos iluminar por dentro para, cuando llegue la prueba, podamos mantenernos fieles y confirmar a nuestros hermanos.