En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano
Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de
ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se
volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías
conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
En mitad del camino a Jerusalén, es decir, camino de su Pasión, Jesús
protagoniza un episodio realmente inaudito: sube a la montaña con tres
de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, y se transfigura ante ellos.
Un momento luminoso, en el que todo se ve claro, y en el que uno (como
lo expresan las palabras de Pedro) quisiera permanecer para siempre.
Posiblemente todos hemos tenido en nuestra vida estos momentos de luz:
en nuestras relaciones, en nuestro trabajo, también en nuestra fe.
También nosotros hubiéramos querido hacer una tienda para permanecer
para siempre en esa situación de claridad y de luz. Pero estos instantes
de luz deben servir para resistir en los momentos de dificultad, que
siempre se dan también en la vida, en todos esos ámbitos: en nuestras
relaciones, en el trabajo, en la fe. También en la experiencia de Jesús y
de sus discípulos encontramos esta dinámica, tan humana y, por eso, tan
propia de la vida cristiana, de la fe en el Dios humano, en el Dios
encarnado. La montaña es lugar de manifestación de Dios. Como lo fue el
Sinaí, y hoy lo es el monte Tabor, mañana será el “monte de la
calavera”, el Gólgota. No todas las manifestaciones de Dios son
igualmente fáciles de aceptar. Pero los momentos de luz se nos dan,
precisamente, para permanecer fieles cuando las cosas se ponen feas.
La Cruz de Cristo es una realidad que se prolonga en la historia de
muchas maneras: en “los pequeños hermanos de Jesús, que pasan hambre y
sed” (cf. Mt 25, 40), en los sufrimientos de los creyentes, que
“completan en la propia carne lo que falta a los padecimientos de
Cristo” (cf. Col 1,24) y además, como dice hoy la carta a Timoteo,
“tomando parte en los duros trabajos del Evangelio”: anunciar el
evangelio y dar testimonio de Cristo, algo que compete a todos los
creyentes, no es sólo propagar una doctrina, sino participar activamente
en el modo de vida de Jesús y, en consecuencia, también en su destino.
Por eso, también nosotros, cualesquiera que sean las dificultades que
experimentamos en esta vida, estamos llamados a participar de la luz de
Cristo transfigurado y a recibir fuerzas de esa luz. Hemos contemplado a
Jesús transfigurado para que, como Pedro, Santiago y Juan, como todos
los discípulos, podamos ser fieles a los momentos de luz cuando llegue
la oscuridad.
Pero, podemos preguntarnos, ¿cómo podemos nosotros subir a la montaña y
contemplar esta luz? Si queremos ser iluminados, tenemos que acoger y
cumplir lo que la voz que se oyó en aquel monte nos dice: “Escuchadle”.
En la escucha de la Palabra, de Cristo mismo, que lleva a plenitud la
Ley y los Profetas, nos dejamos iluminar por dentro para, cuando llegue
la prueba, podamos mantenernos fieles y confirmar a nuestros hermanos.