En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis
mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que
esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede
recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo
conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré
huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me
veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo
estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta
mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi
Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.»
La realidad que sintetiza y resume todas las presencias del Señor
resucitado, que el tiempo pascual ha ido poniendo ante los ojos de
nuestra fe para que lo veamos, es el amor. El cristianismo es la
religión del amor. Pero esto no significa que sea una “religión
romántica”. El amor de que se habla aquí no es un vago sentimiento de
simpatía y benevolencia que se disuelve en una humareda de buenas
intenciones. El amor del que hoy nos habla Cristo es una respuesta (un
amor responsable) al amor que él nos ha dado, el amor del Padre y que ha
manifestado entregando su vida en la cruz y resucitando a una vida
nueva. El amor cristiano, es decir, el amor gratuito de Dios en Cristo
hacia nosotros y nuestro amor a Dios por Cristo como respuesta, es
justamente un modo de vida nuevo que se encarna y hace concreto en
actitudes y en acciones. Esto es lo que hay que entender cuando Jesús
dice “si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Es aquí donde se ve que
el verdadero amor no se limita a los buenos sentimientos (aunque los
incluya), sino que es un acto que brota del centro mismo de la persona y
que, por eso, engloba, además de a los sentimientos, a la razón y a la
voluntad, al ser humano en su integridad. En el amor del que habla hoy
Jesús (si me amáis) hay un momento de escucha y acogida de su
palabra (sus mandamientos) y, por tanto, de comprensión; y hay un
momento de puesta en práctica (guardar, cumplir) que tiene que ver con
la voluntad. Esto último nos habla de una obediencia que no tiene nada
de ciego ni, por tanto, de irracional: la verdadera obediencia tiene que
ver con la escucha (según su etimología latina, ob audire,
escuchar lo que está frente a uno); y como aquí escuchamos la misma
Palabra de Dios encarnada en Jesucristo, se trata también de un “ver”.
Guardar los mandamientos de Jesús significa escuchar y ver, entender y
decidir. Y es claro que el contenido de esos mandamientos y de ese nuevo
modo de vida en obediencia a Jesucristo no puede ser distinto del mismo
amor: “quien dice que permanece en Jesús, debe vivir como vivió él” (1
Jn 2, 6); y un amor universal, porque quien escucha la Palabra de Jesús y
es capaz de verlo con la fe, lo descubre también en “sus pequeños
hermanos” (cf. Mt, 25, 40).
Cuando tratamos de vivir así, recibimos un nuevo don, que se puede
entender como consuelo, como testigo a nuestro favor y como defensor: el
Paráclito o, como dice el mismo Jesús, “otro” Paráclito, ya que él es
el primero. Es el Espíritu mismo de Jesús, el Amor en persona que une al
Padre y al Hijo.