Con el corazón en el domingo: VI de Pascua

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.»

La realidad que sintetiza y resume todas las presencias del Señor resucitado, que el tiempo pascual ha ido poniendo ante los ojos de nuestra fe para que lo veamos, es el amor. El cristianismo es la religión del amor. Pero esto no significa que sea una “religión romántica”. El amor de que se habla aquí no es un vago sentimiento de simpatía y benevolencia que se disuelve en una humareda de buenas intenciones. El amor del que hoy nos habla Cristo es una respuesta (un amor responsable) al amor que él nos ha dado, el amor del Padre y que ha manifestado entregando su vida en la cruz y resucitando a una vida nueva. El amor cristiano, es decir, el amor gratuito de Dios en Cristo hacia nosotros y nuestro amor a Dios por Cristo como respuesta, es justamente un modo de vida nuevo que se encarna y hace concreto en actitudes y en acciones. Esto es lo que hay que entender cuando Jesús dice “si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Es aquí donde se ve que el verdadero amor no se limita a los buenos sentimientos (aunque los incluya), sino que es un acto que brota del centro mismo de la persona y que, por eso, engloba, además de a los sentimientos, a la razón y a la voluntad, al ser humano en su integridad. En el amor del que habla hoy Jesús (si me amáis) hay un momento de escucha y acogida de su palabra (sus mandamientos) y, por tanto, de comprensión; y hay un momento de puesta en práctica (guardar, cumplir) que tiene que ver con la voluntad. Esto último nos habla de una obediencia que no tiene nada de ciego ni, por tanto, de irracional: la verdadera obediencia tiene que ver con la escucha (según su etimología latina, ob audire, escuchar lo que está frente a uno); y como aquí escuchamos la misma Palabra de Dios encarnada en Jesucristo, se trata también de un “ver”. Guardar los mandamientos de Jesús significa escuchar y ver, entender y decidir. Y es claro que el contenido de esos mandamientos y de ese nuevo modo de vida en obediencia a Jesucristo no puede ser distinto del mismo amor: “quien dice que permanece en Jesús, debe vivir como vivió él” (1 Jn 2, 6); y un amor universal, porque quien escucha la Palabra de Jesús y es capaz de verlo con la fe, lo descubre también en “sus pequeños hermanos” (cf. Mt, 25, 40).

Cuando tratamos de vivir así, recibimos un nuevo don, que se puede entender como consuelo, como testigo a nuestro favor y como defensor: el Paráclito o, como dice el mismo Jesús, “otro” Paráclito, ya que él es el primero. Es el Espíritu mismo de Jesús, el Amor en persona que une al Padre y al Hijo.