En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que
Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos
vacilaban.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.»
Y es que este nuevo periodo tras la Ascensión es, además, un tiempo
abierto que no conoce límites, ni geográficos (“Jerusalén, Judea,
Samaria y hasta los confines del mundo”), ni temporales (“estoy con
vosotros hasta el fin de los tiempos”). El periodo que abre la Ascensión
y, sobre todo, Pentecostés llega hasta aquí, hasta el día de hoy y
sigue adelante. En él seguimos experimentando la presencia del Señor en
el Espíritu y por medio de la Palabra y la fracción del pan, que
condensaron las experiencias postpascuales y congregaron a la comunidad,
y que nosotros hemos recibido de aquella primera generación apostólica
como depósito de la fe. El compromiso de Jesús no lo es sólo con “los
suyos” (los discípulos de primera hora), sino que estos últimos son
heraldos y testigos que no pueden quedarse para sí los admirables
misterios que han conocido y experimentado en el periodo entre la
Resurrección y la Ascensión: no pueden quedarse ahí, parados, mirando al
cielo, sino que tienen que ponerse en camino. Crecer (ascender)
significa también caminar, mirar hacia adelante, encarar el futuro, para
testimoniar, compartir y transmitir a todos los hombres, a todos los
pueblos, y a lo largo de toda la historia la buena noticia de que Dios
está con nosotros, de que no nos ha arrojado a la existencia y luego nos
ha abandonado a nuestra suerte, sino que ha venido a visitarnos, se ha
compadecido de nosotros, ha padecido por nosotros y ha vencido en su
propia carne y por todos nosotros a nuestros grandes y mortales
enemigos: el pecado y la misma muerte, y de esta manera nos ha abierto
el camino que conduce al Padre.
Ese ir por todas partes, hasta los confines del mundo y hasta el final
de la historia, es la tarea de los discípulos de Jesús, es, en realidad
la tarea del mismo Cristo, que nos envía allí a donde quiere ir él mismo
(cf. Lc 10, 1), y que al enviarnos sigue siendo guía y camino, y que
está cada día “todos los días”, es decir, cada día, en su Palabra y su
Pan partido, y hasta el final del mundo, es decir, del todo y sin
condiciones.