Son muchos los que discuten si hubo o no estrella que condujera a los
Magos a Belén, y más bien se inclinan a pensar que es un género
literario para atraer la atención sobre lo que realmente sucedió, que
unos personajes extranjeros, venidos de muy lejos, y guiados, según
ellos, por una luz, se presentaron en Belén para adorar al Hijo de
Maria, a quien reconocieron como Mesías, Hijo de Dios, el que tenía que
venir al mundo, el Salvador, y le ofrecieron oro, incienso y mirra.
Independientemente del trasfondo histórico y del contenido revelador del
pasaje evangélico, es evidente que aquello que para algunos era un
fenómeno astronómico, para otros fue manifestación de la noticia más
esperada, el nacimiento del Mesías.
Cada día nos encontramos en las mismas circunstancias que los Reyes
Magos, porque cada día acontecen signos, señales, estrellas, luces que
para unos son casualidad, fenomenología antropológica o cósmica, pero a
otros les conceden ver en cada realidad una noticia trascendente, y
viven en medio de los mismos acontecimientos que los demás, pero con la
certeza de saberse acompañados por la presencia invisible del que ha
prometido estar y venir con nosotros hasta el fin del mundo.
En general, nos conducimos excesivamente por los datos comprobables, por
la objetividad de los hechos, y olvidamos que detrás de cada suceso, y
sobre todo de cada persona, hay una presencia sagrada, un significado
trascendente, una posibilidad iluminadora. Y no solo en aquellas cosas
que brillan, o que son luminosas; para quienes se atreven a interpretar
los signos desde la fe, también en la realidad más dura, en aquello que
más nos cuesta asumir se esconde una providencia.
Hoy podemos pedir a los Santos Reyes que nos den la capacidad de buscar,
la sagacidad de descubrir la luz en lo más oscuro, al igual que se ven
las estrellas en la noche, de percibir la discreta presencia de Dios en
todo, la mano tendida de Quien no tuvo a menos hacerse como nosotros,
del Espíritu Santo en lo más profundo del ser y obedecer a la señal.