Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca
ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios
no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo
se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya
está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta fiesta nos habla de Dios, pero: ¿más de cómo es o de quién es? Nos
parece remitir, a lo que Él ha realizado en nosotros y en el mundo, por
medio del Hijo y del Espíritu. La pregunta parece ser: ¿dónde está,
dónde se le ve?, y no hay otra respuesta, que en la propia historia
personal y la del pueblo. En ella descubrimos el sentido de la
existencia, del dolor, de la enfermedad, de la muerte, de nuestra
presencia en el mundo, del camino que debemos recorrer. Y por ello,
podemos proclamar: “Creo en Dios”, no como una idea, sino como una
experiencia, que llamamos experiencia de fe.
José Luis Martín Descalzo: “El Nuevo Dios”.
Y cuando Él dijo “Padre”
el mundo se preguntó por qué aquel día amanecía dos veces.
La palabra estalló en el aire como una bengala
y todos los árboles quisieron ser frutales
y los pájaros decidieron enamorarse
antes de que llegara la noche.
Hacía siglos que el mundo no había estado tan de fiesta.
los lirios empezaron a parecerse a las trompetas
y aquella palabra comenzó a circular de mano en mano,
bella como una muchacha enamorada.
Los hombres husmeaban el continente recién descubierto
y a todos les parecía imposible
pero pensaban que, aún como sueño,
era ya suficientemente hermoso.
Hasta entonces los hombres se habían inventado dioses tan aburridos como ellos, serios y formales faraones, atrapamoscas con sus tridentes de opereta. Dioses que enarbolaban el relámpago cuando los hombres encendían una cerrilla en sábado, o que reñían como colegiales por un quítame allá ese incienso; dioses egoístas y pijoteros que imponían mandamientos de amar sin molestarse en cumplirlos. Vanidosos como cantantes de ópera, pavos reales de su propia gloria a quienes había que engatusar con becerros bien cebados.
Hasta entonces los hombres se habían inventado dioses tan aburridos como ellos, serios y formales faraones, atrapamoscas con sus tridentes de opereta. Dioses que enarbolaban el relámpago cuando los hombres encendían una cerrilla en sábado, o que reñían como colegiales por un quítame allá ese incienso; dioses egoístas y pijoteros que imponían mandamientos de amar sin molestarse en cumplirlos. Vanidosos como cantantes de ópera, pavos reales de su propia gloria a quienes había que engatusar con becerros bien cebados.
Y he aquí que, de pronto, el fabricante de tormentas
bajaba -¿bajaba?- a ser Padre,
se uncía al carro del amor
y se sentaba sobre la pradera a comer con nosotros la tortilla.
Era un nuevo Dios bastante menos excelentísimo
que no desentonaba en las tabernas
y ante quien sólo era necesario descalzar el alma.
Aquel día los hombres empezaron a ser felices
porque dejaron de buscar la felicidad
como quien excava una mina.
No eran felices porque fueran felices,
sino porque amaban y eran amados,
porque su corazón tenía una casa,
y su Dios, las manos calientes.