Todos los Santos

La fiesta de Todos los Santos no es una reválida para confirmar a todos los que hemos ido festejando, uno a uno, en el calendario.

Es más una repesca, para no dejar fuera de nuestro gozo y de nuestra memoria a todos, hombres y mujeres, cuyos nombres no figuran ni caben en el listado de los 365 días del año, pero cuyos nombres figuran destacados en el libro de la vida, delante de Dios.

Celebramos la fiesta de todos los que fueron bautizados en agua y espíritu y nos han precedido en la fe, pero también festejamos a los que recibieron el bautismo de sangre en su sacrificio por la justicia, y la de los que han sido bautizados en su deseo, en su buena voluntad, contribuyendo con su trabajo y sus labores a construir un mundo más amable y humano. Celebramos, en definitiva, la gracia de Dios, que es germen y semilla de todo lo noble y bueno y justo y hermoso que abunda en la vida.

Las lecturas anuncian la dicha (vestiduras blancas, palmas, cantos de alabanza; seremos semejantes a Dios y le veremos tal cual es; dichosos vosotros, el Reino de los Cielos…) por los caminos del seguimiento realista de Jesús (“vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero”; “el mundo no nos conoce”; a los dichosos…). Si nos llenamos el corazón de júbilo, no nos apartamos de la lucha, y si nos invitan a mirar hacia el final de nuestra aventura, no dejan de decirnos que “ahora somos hijos de Dios” y hemos sido marcados con el sello del Dios vivo.